Desde el inicio de la presidencia de Trump en 2016 comencé una larga y honesta conversación a través de correos con mi amigo, el publicista y director de cine cubanoamericano Jorge Ulla. Y cada vez que Trump hacía una trompada -desde insultar a sus oponentes y prohibir la entrada de musulmanes hasta negarse a aceptar el resultado de las elecciones e incitar una insurrección violenta- me escribía para advertirme de la fragilidad de la democracia. Siempre acompañaba sus argumentos con artículos y datos, pero dejaba el asunto abierto: “A ver qué pasa, tocayo”.
Mi respuesta no variaba mucho: EE UU puede aguantar a Trump y mucho más. Es quizás, le decía, “mi ingenuidad de inmigrante” y creía que el sistema democrático de más de dos siglos se iba a imponer.
Y luego ocurrió lo impensable: el 6 de enero un presidente de EE UU incitó a una turba de extremistas de ultraderecha -terroristas domésticos- contra el Congreso. Su intención, como quedó demostrado en una llamada con funcionarios de Georgia, era quedarse ilegalmente en el poder. Esto es tan nuevo para los estadounidenses que en un principio no encontraban las palabras correctas en inglés para definir el autogolpe o intento de golpe de Estado de Trump. Ese mismo día en que murieron cinco personas se me desmoronó la creencia de que la democracia era irrompible.
Es cierto, al final la democracia se impuso. Aguantó -apenitas- a Trump, pero si los militares y los jueces hubieran tomado partido otro cuento cantaría, como el de la serie The Handmaid’s Tale (El cuento de la criada). Mi amigo Jorge Ulla tenía razón con todas sus advertencias y, como dice el título de una de sus películas que dirigió junto con Néstor Almendros, nadie escuchaba.
Ninguna democracia está garantizada.
En su toma de posesión, Joe Biden reconoció el peligro. “La democracia ha prevalecido”, dijo. Y la maravillosa poetisa de 22 años Amanda Gorman lo puso en contexto: “Hemos sido testigos de una nación que no está rota, aunque aún está incompleta”. Pero el costo fue altísimo. Alrededor de Biden casi no había público. Solo algunos invitados, todos con máscaras. La capital estaba militarizada con más de 25,000 miembros de la Guardia Nacional.
No hubo una sola protesta. El Capitolio y la Casa Blanca estaban rodeados por rejas y barreras de cemento. Hubiera sido una locura para cualquier grupo de manifestantes tratar de entrar.
Pero nada era normal. Faltaban los gritos y la emoción de cientos de miles de personas que había visto en otras ceremonias de inauguración. Además, la pandemia, con sus más de 400,000 muertos, había obligado a la prudencia, la separación y el silencio.
A veces, mientras observaba a lo lejos la ceremonia, me parecía estar viendo a esas familias en los parques celebrando un cumpleaños. Así de íntimo, así de raro. Aquí quedaban perfecto las palabras de Ronald Reagan en su toma de posesión en 1981: “Ante los ojos del mundo, esta ceremonia que realizamos cada cuatro años y que nos parece tan normal es un verdadero milagro”.
Con el cambio de poder hay, desde luego, una buena dosis de maromas políticas. Mike Pence, quien casi nunca se atrevió como vicepresidente a llevarle la contraria a su jefe, le dio la espalda al último momento y prefirió ir a la fiesta de Biden -y reunirse con la nueva vicepresidenta Kamala Harris- que asistir a la ceremonia de despedida de Trump. Y Mitch McConnell, el líder de los republicanos que se tardó semanas en reconocer la derrota de Trump, se tiró una irreconocible voltereta diciendo que “a la turba la alimentaron de mentiras” y que el propio presidente “la provocó”. Tarde, muy tarde, senador, pero así estábamos presenciando en vivo y a todo color el realineamiento del poder en Washington.
El emperador desnudo ya se había ido. Viva el rey. Trump ha sido catalogado como “el peor presidente de la historia”. Por sus dos juicios de destitución, por su autoritarismo y racismo, y por todos esos rasgos que caracterizan a los que se sienten impunes y todopoderosos. Y pronto veremos si hay trumpismo sin Trump. Pero si aún hay castrismo y chavismo sin Fidel y Hugo Chávez, es poco probable que el trumpismo desaparezca.
Varias cosas pasan al mismo tiempo y, muchas veces, son contradictorias. En medio de un Washington fortificado y temeroso, con tablones de madera protegiendo a negocios cerrados y miles de soldados patrullando la capital, me encontré sobre la calle K un mural de grafiti lleno de optimismo.
En el tríptico aparece primero una imagen del líder de los derechos civiles Martin Luther King, luego en el centro la palabra “Progreso” y finalmente una pintura de Kamala Harris, la primera vicepresidenta de color, de origen jamaiquino. Ahí, mientras se realizaba la mayor operación de seguridad desde los actos terroristas de 2001, un artista prefirió apostar por la esperanza y el progreso. Me quedo con estas conclusiones: la democracia de EE UU es mucho más frágil de lo que pensábamos y por eso, precisamente, hay que cuidarla. Guardar silencio frente a Trump fue un grave error, casi fatal.