Todo parece normal, pero nada lo es.
Vivo en la misma casa que Carlota, una maravillosa, cariñosa y brillante niña de nueve años de edad, hija de Chiqui, con quien hacemos pareja.
Carlota me ha alegrado la vida desde que la conocí, apenas unos meses después de nacida, y no me puedo imaginar la casa sin ella. “Buenos días a todos”, grita desde su cuarto cuando se despierta, y su incansable energía -le encanta inventarse pasos de baile- y curiosidad hace más placenteros estos tediosos días de cuarentena obligatoria.
Ella -al igual una tercera parte de los habitantes del mundo que está en algún tipo de aislamiento- lleva varias semanas encerrada en casa y hay momentos en que la tristeza y la frustración se notan. Como cuando se pregunta, con lágrimas rodando, si podremos hacer su fiesta de cumpleaños en mayo o cuando quiere reunirse con sus amigas y le cuesta entender por qué sus mamás no las dejan venir a jugar. Lo más que hemos logrado, el fin de semana pasado, fue un breve paseo en bicicleta con una de sus amigas.
Ellas lo gozaron. Pero la despedida, sin tocarse, fue durísima. Ante la adversidad por un virus que no coopera, Carlota ha recreado y acomodado su antiguo mundo en su recámara: sus juegos, sus amigos, su música y hasta su salón de clases. Cuando nos descuidamos, tiene tres pantallas prendidas: el televisor (generalmente con una película o una serie), su celular con una o dos amigas en Facetime, y su iPad adonde ha creado una nueva geografía digital que yo no podría navegar.
Tiene suerte que la Internet funciona bien en la zona de Miami adonde vivimos. Si estuviéramos en Brownsville, por ejemplo, la conexión sería mucho más difícil.
Carlota lleva semanas construyendo una casa imaginaria en Bloxburg (un juego de la plataforma de Roblox), haciendo videos con la música de Billie Eilish en la aplicación de TikTok -su cuenta es privada y solo sus amigas tienen acceso- y dibujando alucinantes obras de arte en Procreate. Ese enjambre cibernético es el centro de su nueva vida. Pero para ella y sus amigas casi todo es temporal y desechable. “That’ so 2019”, me dice, cuando le pregunto de aplicaciones y plataformas que ya no usa.
El virus, sin embargo, sigue ahí.
Carlota tiene nuevos miedos. Sus tranquilas y predecibles noches, que incluían siempre 20 minutos de lectura, han dado paso a horarios casi de adolescente. Ruidos que antes pasaban desapercibidos ahora la despiertan. Ella enfrenta sus recientes temores con un muñeco de peluche distinto cada noche.
El ritual para elegirlo es digno de un reality, con ganadores y perdedores; se sabe de memoria los nombres de cada uno y el lugar adonde lo adquirió. Como familia nos hemos impuesto horas fijas de comida, sin aparatos electrónicos, y tratamos de no hablar de enfermedades cuando está presente. Pero contestamos sus preguntas y no evitamos el tema.
El virus nos persigue -en las manijas de la puertas, en los paquetes que no dejan de llegar, en las conversaciones telefónicas, en las nuevas reglas- y nos quita el sueño a todos. Es poco probable que regrese a la escuela para terminar el cuarto grado. Oigo que le quieren robar un par de semanas académicas al verano.
Ojalá. Pero habrá que ser muy creativos porque no tendremos vacuna para el coronavirus hasta en 2021, si bien nos va. Ahora lo normal es otra cosa. Acabo de recibir una foto del hospital que construyeron dos niñas con almohadas y muñecas. Lo que sí veo es que su generación -hay 74 millones de menores de 17 años de edad en Estados Unidos- está mucho mejor preparada que la nuestra para enfrentar meses de encierro. Ellos se habían entrenado, sin proponérselo, para el distanciamiento social.
Desde pequeños se comunican entre sí con aparatos que nunca existieron en mi infancia. Así que cuando les dijimos que no podían salir de casa, lo único que hicieron fue entrar en modo virtual.
Temo que este distanciamiento se convierta para ellos en una costumbre. Sin abrazos, sin tocarse, sin besarse. Se están perdiendo lo más rico de ser humanos. La lista de amigos favoritos en el celular de Carlota es probablemente más grande que la mía. Pero ahora no puede acercarse y jugar con sus compañeros como yo hice con los míos cuando tenía su edad.
Los niños de la pandemia de 2020 tienen mucho que enseñarnos. Envidio sus pulmones y su actitud ante la vida, ambos resistentes y flexibles. Se adaptan rápido ante nuevas circunstancias e inmediatamente googlean una solución a sus problemas.
Es seguramente la primera generación que maneja la tecnología mejor que la que le precedió.
Y quiero creer que cuando ellos gobiernen pondrán la ciencia y la salud por encima de los prejuicios y los intereses políticos. No hubieran perdido semanas, como nosotros, cuando se dieron los primeros casos de coronavirus. Carlota, aunque no lo sepa, ya es una sobreviviente y está mejor preparada que yo para enfrentar esta crisis.
Veo apenas la mitad de su espalda, a través de la puerta de su cuarto, y me descubre antes que pueda alejarme. “Te quiero mucho”, le grito. “I love you too”, me contesta con una sonrisa gigante. Y los dos, con el corazón apretujado, nos aguantamos el abrazo.