20/12/2025
09:42 PM

El buen ladrón y su gran lección

El llamado “buen ladrón” no estaba colgado en la cruz por su buena conducta, cuando él mismo afirma que merecía estar sufriendo esa forma de morir tan cruel por sus maldades. De hecho la cruz estaba reservada para quienes cometían delitos graves contra el imperio y sus normas jurídicas. Este hombre padecía esta manera de ajusticiamiento tan horroroso junto con otro forajido que había sido condenado por las leyes romanas. Ambos, como muchos de los crucificados, estarían insultando a los soldados romanos, blasfemando, maldiciendo y muriendo con gran desesperación.

Pero al elevar a lo alto, en medio de ellos, al santo, al inocente, al verbo encarnado, sintieron ambos una corriente de emociones intensas que los hace reaccionar y reflexionar de dos maneras: 1. “Si eres tan milagroso, tan poderoso, por qué no nos bajas de aquí, o es que eres un impostor”. Esta afirmación iría acompañada de insultos y ofensas. La otra reacción: “Cállate, que este no ha cometido delito alguno. Tú y yo sí merecemos estar aquí. Te estás muriendo, guarda silencio e invoca a Dios”. Dos formas de ver la vida, de actuar ante la más grande injusticia, el crimen más espantoso, el acto más aberrante que se ha dado en la historia de la humanidad. Dos formas de reaccionar ante el mismo suceso: “nos están matando; nos queda poco tiempo de vida… veré en qué invierto este momento que me queda, maldiciendo e insultando, o pensando en mi salvación, invocando la misericordia del santo”. Libremente cada uno escogió su forma de morir, una para salvarse, la otra, para condenarse.

“Jesús, acuérdate de mí cuando estés en el Reino de los Cielos”… esta forma de actuar ante la más terrible realidad: se está muriendo una persona, no hay futuro, no hay manera de escaparse de esto, es obra del Espíritu Santo que iluminó al llamado “Buen Ladrón” y lo hizo confesar su fe en el Redentor, pero en un Salvador colgado del madero, manando sangre de múltiples heridas por los latigazos y más aún en sus manos y pies por los clavos. En alguien que está agonizando y casi no puede respirar y que demuestra una total indefensión, fragilidad e impotencia y que se está muriendo derrotado por sus enemigos, fracasado según el mundo y la ley judía.

La fe del “Buen Ladrón” es grande, inmensa, porque no se basa en características de grandeza, poder y brillantez en el que colgaba de la cruz, sino en la visión de una piltrafa humana, que se moría lentamente, y que únicamente hablaba con su Dios y con su madre. Su confesión de fe es única porque cree que en ese pobre hombre, humillado, maltratado, que se desangra y se asfixia, que queda abandonado por todos, que está desnudo y su cuerpo lleno de moscas que se posaban en sus heridas, ese era el Hijo de Dios. Qué fe tan grande, tan única, sublime, excelsa, bella, iluminada e iluminadora, que se traduce en un sonoro y precioso grito: “Acuérdate de mí cuando estés en el Reino de los Cielos”.

“Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”, le contestó Jesús. Esa fe superó la crisis y pérdida de fe de los discípulos y conquistó la misericordia divina porque le arrancó al Corazón de Jesús una promesa maravillosa, la de estar con él en el cielo y para siempre. Se cruzaron ambas miradas y se unieron esos dos corazones, el del Redentor y el del que estaba siendo salvado. Es un diálogo hermoso, profundo, consolador para nosotros. No importó la historia de aquél hombre, sus pecados pasados, sus crímenes, sino un corazón arrepentido, dispuesto al cambio, que se encontró con el Señor, lo descubrió, lo aceptó y lo proclamó. Y el Señor lo salvó.

Después del consuelo de su madre, que lo acompañó hasta el final, que fortaleció su alma y alivió el dolor de la tortura mental y emocional que experimentaba el Maestro al sentirse abandonado por los discípulos, despreciado y burlado por el populacho, la confesión pública de fe del Buen Ladrón, es el bálsamo humano que hace menos triste y angustiosa la pasión de Jesús.

Y se fue al cielo con Jesús y fue el primero en entrar, seguido por los patriarcas y profetas, los santos del Antiguo Testamento y todos los de buena voluntad que en el mundo esperaban en el reino de los muertos la Resurrección de Jesús. Sí, fue el primero, demostrando la misericordia de Dios que busca siempre que cambiemos el corazón, dejemos atrás la maldad, aceptemos a Cristo como nuestro Salvador y dediquemos el resto de nuestra vida a estar con él, con quien somos invencibles.