07/02/2025
06:50 AM

Dar y darse

Roger Martínez

Lo he dicho en incontables ocasiones: no somos islas, vivimos interconectados, en la familia, en el trabajo, en las relaciones sociales, en la vida ciudadana. Lo que hacemos o dejamos de hacer, incluso lo que decimos o dejamos de decir, repercute en la gente que nos rodea. En nuestro paso por la vida realizamos una especie de siembra. A veces sembramos árboles frutales que luego disfrutamos y hacemos disfrutar a otros; a veces, una suerte de ortigas o de malezas que más bien causan daño o son poco provechosas.

De ahí que sea importante tener conciencia de nuestra alteridad respecto a los demás: somos hijos, hermanos, vecinos, colegas, compañeros, amigos, padres, socios o correligionarios. Los que aspiran al aislamiento deben tener algún tornillo suelto, y hace falta que un experto lo encuentre y se los coloque y apriete.

La sabiduría popular, siempre tan acertada y simpática, señala que hay personas que son como el rastrillo: piensan siempre en sí mismas, recogen solo para ellas, buscan solo su provecho y se olvidan de los demás.

Tienen la actitud de aquel personaje al que se refería don Francisco de Quevedo, en el siglo XVI, que decía: “ande yo caliente y ríase la gente”, que equivale a decir: mientras yo esté bien, que a los demás los parta un rayo. Gente así suele morir sola y no falta quien respire aliviado cuando, finalmente, descansa bajo tierra o es almacenado tras una lápida. El egoísta, el que cree que el mundo gira en torno de su ombligo, no deja de ser un fastidio para los demás. Cosecha pocos o ningún cariño, por lo que termina por ser amargado, poseedor de una lengua afilada o venenosa, de permanente ceño fruncido, encapotado, con cara de pocos amigos, esto último porque tampoco supo serlo.

Por eso es tan importante ser hombres y mujeres de puertas, miradas y orejas abiertas. Ir por la vida, por la calle, por el centro comercial, por los pasillos del trabajo y toparse con sonrisas, con ojos que denotan alegría de vernos, da gusto. Encontrar gente que nos recuerda bien genera un pequeño e íntimo placer que nos hace reconocer que no hemos vivido en balde.

Pero los cariños deben ganarse a pulso. Para ser merecedores de un sincero apretón de manos, o de un abrazo bien apretado, hemos debido adelantarnos en querer y servir a los demás, en dar y en darnos. Y, más que cosas, los demás valoran el tiempo que les dedicamos, la escucha paciente, la mirada comprensiva, el tono suave y respetuoso en que nos dirigimos a ellos.

Y, a propósito de sabiduría popular, habría que grabarnos en el cerebro y el corazón ese tan conocido refrán que reza: “El que no vive para servir, no sirve para vivir”.