En el corazón de la Ciudad del Vaticano, las puertas se han cerrado. Desde ayer 7 de mayo, 133 cardenales menores de 80 años han entrado en clausura cum clave, “bajo llave”, en la Capilla Sixtina. Lo que para el mundo exterior puede parecer un protocolo antiguo y misterioso, para los creyentes el cónclave es un acto de fe radical: elegir, en medio del silencio y la oración al sucesor de san Pedro, el vicario de Cristo en la Tierra.
Este cónclave, el más diverso de la historia, es también una imagen viva de la catolicidad: 17 cardenales sudamericanos, cuatro centroamericanos, 16 de Norteamérica, 53 europeos, 18 africanos, 23 asiáticos y cuatro de Oceanía.
Un coro de acentos, rostros y realidades que clama al cielo por un mismo fin: discernir a quien llevará sobre sus espaldas la inmensa tarea de confirmar en la fe a 1,406 millones de católicos esparcidos por todos los rincones del planeta.
Antes del encierro, las llamadas congregaciones generales ofrecieron a los cardenales la oportunidad de mirar juntos el rostro de la Iglesia: una Iglesia que sangra en Ucrania, que resiste en Tierra Santa, que acompaña a migrantes, que se debate entre la tradición y los desafíos de un mundo que cambia de piel a toda hora. Ahora, sin celulares ni micrófonos, sin agendas ocultas ni declaraciones públicas, comienza el tiempo del Espíritu.
El proceso es exigente: se necesitan al menos 90 votos para que un nombre surja con la fuerza del consenso. Pero más que números, el cónclave busca señales.
No se trata de estrategia ni de cálculo político, se trata de escuchar.
De dejarse sorprender. De no elegir simplemente al más preparado, sino al más disponible para Dios. Porque cuando la fumata blanca suba y el “Habemus Papam” resuene, el mundo mirará al balcón de la logia de la basílica de San Pedro.
Pero la verdadera historia habrá comenzado mucho antes, en el cruce de miradas, en la oración sincera, en el peso de la conciencia de cada elector. Porque elegir un papa no es elegir un gerente. Es buscar a un pastor.
Uno que no se deje seducir por ideologías que empobrecen el Evangelio. Uno que no se asuste ante los vientos contrarios. Uno que, con el cayado en la mano y los pies firmes, recuerde al mundo, con ternura y cercanía que Cristo es el centro y que la Iglesia existe para anunciarlo a Él. No es poca cosa.
El nuevo Papa deberá custodiar la unidad sin diluir la verdad, sostener la esperanza sin ingenuidad y hablar con amor, pero con claridad en un mundo ruidoso y relativista.
Durante estos días, todos los fieles tenemos una tarea humilde pero poderosa: orar. Sea con el Rosario, ante el Santísimo o en el silencio del alma, nuestra súplica acompaña el cónclave.
No elegimos, pero sí sostenemos.
Porque Cristo, que prometió estar con su Iglesia hasta el fin de los tiempos, no se ha retractado. Y su Espíritu, aunque invisible, sigue soplando, incluso entre muros cerrados.
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