Bajo las cenizas del 9/11

Han pasado más de veinte años desde que el cielo de Nueva York se partió en dos y las torres gemelas se derrumbaron como columnas de sal en medio del desierto.

Han pasado más de veinte años desde que el cielo de Nueva York se partió en dos y las torres gemelas se derrumbaron como columnas de sal en medio del desierto. La tragedia dejó tres mil muertos y un mundo irreconocible; pero también dejó una herida menos visible: un río de dudas que nunca se detuvo. Cada aniversario nos recuerda no solo la barbarie del atentado, sino el misterio denso que flota en su investigación.

Tucker Carlson, uno de los comunicadores más influyentes de Estados Unidos, ha dado voz a esas dudas que muchos callan. No se presenta como profeta ni como juez, sino como un periodista que pregunta lo que parece prohibido. Entre sus inquietudes resuena un eco incómodo: ¿por qué colapsó el edificio 7 del World Trade Center -WTC 7- sin haber sido impactado por un avión? ¿Por qué tantas páginas del informe oficial sobre Arabia Saudita siguen clasificadas? ¿Por qué se cerraron líneas de investigación cuando aún quedaban cabos sueltos?

Estas preguntas no nacen de la fantasía, sino del hecho de que durante años los documentos sobre la financiación saudí permanecieron bajo llave, incluso cuando familias de las víctimas demandaban al reino por supuesta complicidad. Carlson ha entrevistado abogados que denuncian encubrimientos y negligencias, alegando que agencias federales conocían la presencia de algunos secuestradores y aún así no actuaron con celeridad. En ese vacío florecen teorías, algunas razonables, otras delirantes, que alimentan la sensación de que el 11-S no fue contado en su totalidad.

El escepticismo no es nuevo. Ya antes, el asesinato de John F. Kennedy mostró cómo los secretos de Estado y las comisiones incompletas incuban décadas de sospecha. Y el caso de Jeffrey Epstein, con su muerte en circunstancias oficialmente calificadas de suicidio pero marcadas por irregularidades en la prisión, reforzó en la opinión pública la idea de que el sistema protege a los poderosos y oculta verdades incómodas. Así, cuando una tragedia nacional ocurre, millones ya están predispuestos a desconfiar.

Carlson insiste también en la censura cultural: que preguntar sobre WTC 7 o sobre la relación con Arabia Saudita puede costarte el trabajo en televisión o ser etiquetado de “loco” en redes. Este tabú mediático -argumenta- no hace sino avivar la sospecha. Ha mencionado, incluso, el hecho insólito de que Alex Jones predijo con inquietante precisión un ataque al World Trade Center, una anécdota que, sin ser prueba de nada, alimenta la narrativa de que había señales previas ignoradas o silenciadas.

Volviendo al 11-S, nadie con rigor puede negar que Al Qaeda planificó y ejecutó el ataque. Sin embargo, la falta de transparencia en aspectos clave de la investigación y la proximidad estratégica de Washington con Arabia Saudita han dejado huecos que la imaginación popular rellena con teorías sobre encubrimientos y conspiraciones. Ese vacío es donde prospera la idea de un “inside job” o de una red de intereses inconfesables, aunque las evidencias sigan sin aparecer.

La lección más amarga es que sin verdad no hay confianza. Y un pueblo sin confianza vive en penumbra, persiguiendo fantasmas. El legado más doloroso del 11 de septiembre no es solo la pérdida de vidas, sino la erosión de la fe en las instituciones, el escepticismo crónico, la sensación de que cada tragedia es un teatro montado. Como ciudadanos, debemos exigir transparencia y rigor a todo gobierno, grande o pequeño, para que el aire en torno a las catástrofes no se llene de rumores, sino de luz.

En última instancia, preguntarnos no es traición: es un acto de ciudadanía. Pero debemos distinguir entre cuestionar con fundamento y acusar sin pruebas. Solo así podremos reconstruir no solo edificios, sino confianza; no solo calles, sino certezas.

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