Por eso me gusta tanto, como a muchos millones de personas alrededor del mundo, esa conocidísima canción de Violeta Parra que cantara Mercedes Sosa y que se llama “Gracias a la vida”. Porque si somos sinceros, a pesar de todos los pesares: el covid-19, los desastres naturales, el desempleo, la insistencia de los políticos por robarnos la serenidad, etc. siempre hay motivos para agradecer.
Yo, para el caso, no dejo de dar gracias a Dios por ese regalo imponente que es la amistad.
Desde niño he tenido la suerte de haber encontrado gente con la que jugar, conversar, tomarme un café o una copa de vino. Nunca me ha faltado un hombro sobre el que llorar ni alguien con quien reír a carcajadas. No me atrevo a hacer un elenco de esa gente que ocupa alguna parcela de mi corazón y de mi cabeza porque resultaría largo.
No dejo nunca de agradecer, que en un país como el nuestro, nunca me haya faltado el trabajo. Y, encima, un trabajo con sentido, con propósito. Tal vez porque la educación garantiza un altísimo salario espiritual, y me ha dado de comer, bastante bien, los últimos 38 años de mi vida, sería ingrato si me quejara. Hoy por hoy, encima, trabajo en una institución en la que me siento valorado y respetado, y en la que formo parte de un equipo como, seguramente hay pocos.
Luego, salud no me ha faltado. Hace poco más de un año me fue diagnosticada una dolencia de entidad, de esas cuyo tratamiento resulta más que oneroso en la Honduras de allá. Pero, si fuera supersticioso diría que los astros se han alineado. Aparte de haber caído en manos de un médico experto en el asunto, los medicamentos y los medios para adquirirlos han ido apareciendo de una manera, me atrevo a decir, milagrosa. De modo que parece habrá Róger para rato.
Y la familia…la familia merece una columna aparte. Ocupa, evidentemente, mucho más que un párrafo.