Como en las batallas, mientras la infantería avanzaba y la caballería ya había abierto camino, ambos grupos enarbolaban la bandera de su reino manteniéndola siempre en alto, visible a las tropas mientras el grito de guerra de los soldados animado por la trompeta y los tambores rugían por todo el campo de la contienda. El golpe sonoro de las espadas y los escudos, el choque de los cuerpos forcejeando unos contra otros, los primeros caídos, todo era un cuadro de sangre y lamentos y si herían al abanderado, otro de una vez tomaba la bandera y la mantenía lo más alto posible y seguían en la lucha.
Nosotros tenemos una batalla y una bandera: Cristo Jesús es nuestro emblema, signo visible de la misericordia de Dios, rostro humano de lo divino, encarnación real de la segunda persona de la Santísima Trinidad, enviado del Padre, ungido por el Espíritu, salvador y Señor nuestro, liberador del pecado y de la muerte eterna. Él es la bandera que mantenemos en alto. Es el buen Pastor, la Puerta por donde entran las ovejas, el Pan de vida, Luz de luz, el Cordero que quita el pecado del mundo, el Siervo sufriente, el mediador entre Dios y los hombres, él es el Señor. Él es la bandera que debemos mantener en alto. Al verla las fuerzas del mal caen tarde o temprano, sucumbiendo ante el destello de gloria y fuerza infinita de Dios nuestro Señor.
Y la batalla es por construir el Reino de Dios en la tierra. Un reino de solidaridad y fraternidad; de inclusión y participación del bien común; de justicia social, respeto a la vida y a la dignidad humana; un reino donde Dios ocupe el primer lugar y se le rinda culto libremente y en donde los pobres sean protagonistas de su desarrollo. Es un reino donde promovemos la cultura de la vida, animando el crecimiento de todo lo que Dios ha sembrado, en primer lugar la vida humana con todas sus expresiones de fraternidad y solidaridad; la naturaleza con toda su exuberancia y esplendor y en definitiva todo lo que viene de Dios y que debe volver a él pleno.
Queremos construir un reino donde podamos congregarnos en torno a Cristo como Iglesia con corazón samaritano, donde sintamos compasión y aliviemos el dolor de los apaleados de la historia; Iglesia con corazón pascual, donde festejemos el triunfo de Cristo sobre la muerte, con una liturgia viva, radiante, profunda y devota; una Iglesia comunidad de comunidades donde nos sintamos hermanos y nos tratemos como tales; una Iglesia misionera, que está siempre “saliendo de sí” para llevar el mensaje a los que no lo han oído y acercar a los indiferentes; Una Iglesia discípula de Cristo, que llegue a tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús y cada día viva más su misterio de sacramento de salvación. Una Iglesia encarnada en la realidad haciéndose pueblo para que el pueblo se vaya haciendo humanidad nueva en torno a Jesucristo. Una Iglesia que al inculturar el Evangelio respetando los valores propios de cada cultura y ayudando a purificar lo negativo, sepa ir cambiando los corazones para que a su vez se creen nuevas estructuras que humanicen todo el tejido social.
Estamos en un combate permanente en el que Pablo nos dice” Vístanse la armadura de Dios para poder resistir los engaños del Diablo. Porque no estamos luchando contra seres de carne y hueso, sino contra las autoridades, contra las potestades, contra los soberanos de estas tinieblas, contra las fuerzas espirituales del mal. Por tanto, tomen las armas de Dios para poder resistir el día funesto y permanecer firmes a pesar de todo”, (Efesios 6,11-13). Nos dice que nos armemos de la verdad, de la santidad, del celo por propagar el Evangelio de la paz; de la fe, la esperanza en la salvación y la meditación de la Palabra del Señor. Que oremos en toda ocasión y estemos vigilantes, (Cf Efesios 6, 14-20).
Podríamos decir que somos guerreros del Reino, ungidos del Señor que congregados en comunidad en torno a Cristo, alimentados por la Palabra, la Eucaristía y demás sacramentos, siguiendo las enseñanzas de los Apóstoles, obedeciendo a nuestros Pastores, bajo el amparo de María Santísima, teniendo una sola alma y un solo corazón, siendo luz del mundo y sal de la tierra, remando mar adentro y echando las redes, vamos venciendo al mal con el amor de Dios.
Y estamos contra el mundo, el demonio y la carne, enfrentados en una lucha en la que nos jugamos el cielo prometido, convencidos de que si vivimos en Cristo Jesús, inspirados por el Espíritu, triunfaremos, porque con Dios somos invencibles.
