The New York Times
Por: Jennifer Steil/The New York Times
Cuando mi hija adolescente se matriculó en un curso de actuación en el Teatro Nacional de Gran Bretaña durante sus recientes vacaciones escolares, le pregunté a mi oncóloga si podía acompañarla. “Es sólo una semana”, le dije. “Prometo que volveré. No quiero perderme más quimio”.
“Ve”, dijo. “Diviértete con tu hija”. Mientras aún puedes, la oí pensar.
Me preguntaba cómo sobreviviría al viaje desde nuestra casa en el sur de Francia hasta Londres. Mis glóbulos rojos habían bajado muchísimo, requiriendo infusiones e inyecciones de hierro para obligar a mi cuerpo a producir hemoglobina. Siempre estaba agotada. Pero me obligué a seguir moviéndome. Esto era importante.
El teatro es una pasión que ha unido a nuestra pequeña familia. Trabajé como actriz durante años. Mi marido, Tim, se saltaba la escuela de niño para asistir a las funciones de la Royal Shakespeare Company. Y mi hija, Theadora, insistió en que viéramos “Noche de Reyes” en su octavo cumpleaños. Está decidida a labrarse una carrera en el escenario.
Este era un viaje que quizá no pueda repetir. Tres años antes, el cáncer penetró mis defensas de brócoli y ejercicio diario, y vino por mis ovarios. No hay cura para mi tipo de cáncer de ovario, sólo tratamientos —algo que Tim, Theadora y yo hemos tardado en aceptar.
Otras personas podrían morir de ello, pero ¿yo? ¡No había comido un grano refinado desde 1984! Había corrido una maratón y aprendido a pararme de cabeza. ¿Todo eso fue en vano?
Mantuvimos el optimismo durante el primer año de quimioterapia y cirugía eviscerante, durante mi primera recurrencia tras una brevísima remisión, hasta mi segunda recurrencia este año.
“Tienes que decirle a tu hija que el tiempo es oro”, dijo mi oncóloga francesa.
Theo tiene 15 años. Ha crecido en Yemen, Jordania, Inglaterra, Bolivia, Uzbekistán y Francia. Lo más consistente en su vida he sido yo. Como trabajo desde casa como escritora, puedo pasar más tiempo con ella. Su padre también ha sido una presencia consistente, pero el trabajo de Tim como diplomático británico lo ha mantenido ocupado.
Durante Covid, Theadora y yo fuimos evacuadas a la fuerza de Tashkent, Uzbekistán, y estuvimos separadas de Tim durante un año. Las evacuaciones y las separaciones son un efecto secundario común de la vida diplomática.
Mi diagnóstico trastocó nuestras vidas. Durante mis primeros 18 meses de tratamiento en Londres, estuve sola. Theo estudiaba en Tashkent, donde Tim estaba asignado. No podíamos darnos el lujo de que renunciara. Amigos me alojaron y otros me cuidaron.
Cuando Tim se jubiló hace dos años, nos mudamos a Francia, a la única casa de la que hemos sido dueños. Estábamos deseando vivir en nuestro propio espacio, poder finalmente desempacar las maletas.
El año pasado, Theo empezó el lycée (preparatoria). Está allí de lunes a viernes y vuelve a casa los fines de semana. Esto es común en la Francia rural, donde muchos niños viven demasiado lejos de sus preparatorias como para desplazarse. Theo esperaba con ilusión su nueva independencia y el programa de teatro que ofrece su escuela. Aunque sólo deseaba tenerla a mi lado, sabía que estos eran los años en que debía encontrarse.
Para entonces, llevaba cinco meses con quimioterapia semanal y me alegraba de que Theo no me viera en mis peores días. Los fines de semana, subíamos a la montaña que había detrás de nuestro pueblo y practicábamos ejercicios de teatro.
Cuando mi oncóloga me dio permiso para tomarme una semana libre de quimioterapia para ir a Londres, me emocioné. ¡Una semana entera con Theo! ¡Sin hospitales!
No fue hasta que estuvimos en Lille, tomando café entre trenes, que me preguntó por mi reciente cita con la oncóloga. Empezó preguntándome si podía llevarla a un campamento de teatro en Estados Unidos, y tuve que decirle que no estaba segura de poder llevarla.
“No parece que vaya a haber una pausa en mis tratamientos”, dije. “Quizás nunca”.
Y luego le dije que era posible que no estuviera viva. “No pierdo la esperanza”, dije. “Haré todo lo posible por seguir viva hasta que alguien encuentre una cura. Pero no quiero mentirte sobre cómo están las cosas”.
Ella lloró y yo lloré y me disculpé por ponerla triste, y ella dijo que no era mi culpa. En el Eurostar, siguió llorando. “Quiero que me veas crecer”, dijo, “y enamorarme de alguien que me quiera, que me veas—”
“Lo sé”, dije. “Yo también. Quiero vivir para verte feliz. Para verte encontrar el amor. Haré todo lo que pueda. Lo prometo”.
“¿Quién va a ir a comprar el vestido de novia conmigo?”, dijo. “Espera. ¿Podemos hacerlo en Londres? ¿O sea, fingir que me caso? ¿Para que podamos vivir la experiencia juntas?”.
“No veo por qué no”, dije. “Podría ser un buen ejercicio para nuestras habilidades teatrales”.
“¡Ok!”, dijo. “¿Y cómo conocí a mi prometido y cómo me propuso matrimonio?”.
Realidad alternativa
Empezamos a armar su historia. En el curso de tres días, le pusimos nombre a su prometido, elegimos dónde creció (Stonehouse, un pueblo en los Cotswolds), a qué se dedica (entrenador deportivo), cómo se conocieron (dando de comer a cisnes en la Serpentine de Hyde Park) y dónde viven en Londres (Dalston, arriba de un Kentucky Fried Chicken). También empezamos a planear su boda: cuántos invitados, qué tipo de ceremonia.
Pasé días investigando boutiques de novias antes de conseguir una cita. Después de su clase, nos dirigimos al este y comimos en un restaurante frente a la boutique, donde concretamos los detalles de nuestra narrativa, evitando cualquier idea demasiado imaginativa que pudiera parecer increíble.
Estábamos nerviosas. Le di mi anillo de compromiso para que se lo pusiera en el dedo.
Una mujer llamada Jess nos recibió cálidamente en la boutique. Temía el alarido de las felicitaciones efusivas y las preguntas indiscretas, pero no hubo nada de eso. Jess nos orientó y nos dejó examinar los percheros por nuestra cuenta. “Pueden tocarlos”, dijo.
Mientras recorríamos los percheros, Theo me miró. “Mamá”, dijo. “Te sangra la nariz”.
Retrocedí cuando Jess, con aspecto ansioso, me dio un pañuelo. “Creo que no tocaré”, dije.
Theo eligió seis vestidos, una variedad de satín clásico y de romántico encaje, y Jess los llevó al probador. Otra mujer nos trajo cocteles de jugo de granada y flor de saúco sin alcohol. Brindamos por Theo y su prometido.
Jess desapareció en el probador para abotonarle a Theo su primer vestido. Ya dentro había unos tacones de satín azul de la talla de Theo. Cuando salió, se me llenaron los ojos de lágrimas. Estaba radiante, una imagen de belleza juvenil. Al ver su reflejo, sus propios ojos se pusieron vidriosos.
“Espera a que te pongas el velo”, dijo Jess. “Entonces sí que se vuelve real”.
Prendió uno en la parte trasera del cabello de Theo, y allí estaba mi hija de novia, tal como podría verse el día de su boda. No puedo perdérmelo, pensé.
Theo lucía bella en todos los vestidos, pero quedamos encantadas con el primero, que costaba 2 mil 767 libras esterlinas. Tomé docenas de fotos, pero ninguna captó lo que tenía delante, este sueño del futuro. A Theo le encantó tanto el vestido que fantaseé con comprarlo, pese a la imposibilidad económica. Después de todo, ha dejado de crecer. Lo más probable es que todavía le quede dentro de 15 años.
Nuestros nervios por el engaño fueron injustificados. Jess sólo preguntó cuándo se comprometió Theo, si fue una sorpresa y dónde celebrarían la ceremonia. En cierto modo, quería que preguntara más; es decir, habíamos inventado una realidad alternativa. Nos comportamos con naturalidad en nuestros roles. No tuve que fingir emociones. Casi todo lo que dijimos fue cierto. Le pedí a Jess que anotara el nombre del modelo y el diseñador del vestido.
No esperaba que realmente quisiéramos el vestido. Se suponía que sería un ensayo, por así decirlo. Sin embargo, se sintió muy serio —y lleno de gozo.
Cuando salimos, esperamos a estar a una cuadra de distancia para chocar las manos. “Lo hicimos”, dije. “Lo logramos”.
En el autobús camino al teatro, no podíamos dejar de hablar de su boda.
“Quiero enamorarme más que nunca”, dijo Theo. “Y ese vestido”.
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