James Garfield fue el primer Presidente que enfrentó la corrupción en los altos niveles del Estado norteamericano. Pero el hombre que lo acribilló a balazos en la estación de Washington en 1881 era un abogado indignado porque el mandatario le había negado el consulado al que aspiraba.
Dos décadas más tarde, un anarquista asesinó a William McKinley, el Presidente que estableció el proteccionismo mediante fuertes aranceles a las importaciones, y que comenzó la proyección imperial de EUA anexionando Filipinas, Guam, Puerto Rico y Hawai, además de colocar a Cuba bajo el manto del protectorado.
Abraham Lincoln murió por su principal política gubernamental. John Wilkes Booth, el virginiano que lo asesinó en el palco del Teatro Ford al grito de 'sic semper tyrannos' (así siempre con los tiranos), la frase que se atribuye a Brutus cuando mataba a César y que figura como emblema en el escudo de Virginia, era un racista que no se resignaba a la derrota del Ejército confederado.
Los tres primeros magnicidios en EUA fueron con presidentes republicanos. Pero por entonces el partido de Lincoln era el de las causas populares y no la fuerza conservadora que fue desde que comenzó el siglo XX en adelante. Sólo la muerte de Lincoln estaría emparentada con las de John y Bob Kennedy, que habrían sido asesinados por el contenido de sus políticas y proyectos.
Raza
También por cuestiones de intereses, algunos formadores de opinión esbozan preocupación por la suerte de Barak Obama.
Aterrizaje. Un avión hace un aterrizaje de emergencia en Missouri, y en los comentarios periodísticos tiembla casi imperceptible una duda, un temor. Al parecer, no hubo desperfecto sino una falla en el tablero que llevó al piloto a extremar las precauciones. Y no hay nada extraordinario en que un piloto tome precauciones ante un posible desperfecto; pero si el pasajero es Barak Obama, se entiende que haya, aunque fugaz, una duda sobrevolando los análisis y comentarios periodísticos.
Es como si en EUA latiera tímidamente la sensación de que al candidato demócrata puede ocurrirle algo que sumiría al país en una tiniebla tan densa como la que provocaron en los años 60 los magnicidios de JFK, su hermano Bob y Martin Luther King.
La gran diferencia entre Obama y Hillary Clinton es que ella ya conoce los poderes que gravitan sobre Washington y sabe cómo acomodar sus planes a la necesidad de no inquietarlos demasiado.
En cambio, el joven senador de Illinois proclama que acabará con el 'establishment' que impone la ley de gravedad en los monumentales edificios del parque del Mall y la Avenida Pensilvania.
Algunos agregan que su raza es la razón que lo expone a un atentado. Sin embargo, si Colin Powell hubiera sido candidato al concluir el segundo mandato de Clinton, probablemente en el Despacho Oval de la Casa Blanca habría aún hoy un afroamericano que no es Obama. Y Condoleezza Rice también podría hacer campaña sin correr peligro por ser negra.
La cuestión es ese 'establishment' acostumbrado a gravitar sobre las clases dirigentes norteamericanas. Para muchos, el espectro que más preocupa a la hora de imaginar la suerte de Obama es el recuerdo del asesinato de Robert Kennedy en el Hotel Ambassador de Los Ángeles.
Bob buscaba la Presidencia prometiendo poner fin a la guerra en Vietnam, lo que hizo, años más tarde, Richard Nixon por recomendación de Henry Kissinger.
Hay un punto en común. Obama ha sido, junto con la presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosy, de los pocos críticos que tuvo el casus beli inventado por la administración republicana, los lobbies armamentistas y las grandes empresas que luego se hicieron cargo de la posguerra en el Golfo Pérsico. Aunque también hay una diferencia: el candidato demócrata quiere la retirada pero no de un día para el otro ni al precio de una imagen de derrota estadounidense. Lo que propone es sacar fuerzas de donde no hacen falta para reforzar donde es necesario: Afganistán.
Casos latinoamericanos
En todo caso, el escalofrío que provoca el temor de un atentado se justifica más en dos magnicidios latinoamericanos. El del mexicano Luis Donaldo Colosio y el del colombiano Luis Carlos Galán.
En 1994 acribillaron al candidato oficialista durante un acto en Lomas Taurinas, Tijuana.
Siete décadas después de que fuera asesinado el presidente álvaro Obregón, caía abatido el hombre que conquistó la candidatura presidencial por el gobernante Partido Revolucionario Institucional, PRI, a pesar de ser el principal impulsor de una serie de reformas políticas que atentaban contra la hegemonía priísta en la política mexicana.
Colosio desafiaba a los 'prinosaurios', como llamaban a los miembros de ese decadente 'establishment' que gravitaba sobre el Palacio de Los Pinos, y lo paradójico es que el asesinato de Lomas Taurinas no impidió el proceso de cambios impulsado por la víctima.
En el caso colombiano, los magnicidas lograron momentáneamente su objetivo, aunque en el mediano plazo fracasaron. El candidato del Partido Liberal, Luis Carlos Galán, murió baleado en Cundinamarca en 1989, por orden de Pablo Escobar, jefe del cartel de Medellín. ¿La razón? Galán había elaborado un plan para erradicar de raíz los vínculos entre el narcotráfico y las instituciones del Estado.
Como senador por Arizona, John McCain jamás ha sido instrumento del establishment washingtoniano. Pero es Barak Obama quien se ha propuesto erradicar esa influencia en la esfera gubernamental.