Lo encontramos sentado sobre un tercio de leña que cortó con su padre en una de las montañas que rodean a la aldea El Perico, de Villanueva, Cortés.
En una de esas elevaciones de terreno erizadas de montes y alimañas, el pequeño Franklin López estuvo perdido durante cuatro días hace más de tres años. Se fue con dos amiguitos que lo dejaron solo entre la inmensidad del bosque, porque lo vieron dormido cuando ellos terminaron de cortar leña. Apenas tenía tres años.
Como si un ángel lo hubiera protegido de los peligros que lo acecharon, fue encontrado sano y salvo por un campesino, mientras en una quebrada el niño se lavaba los pies cansados y lacerados de tanto caminar.
“Si lo picaron mil zancudos fue poco, tenía la nariz tapada y moretes en todo el cuerpo de los golpes que se daba”, recuerda su padre, también llamado Franklin.
“ Si pasa otro día en la montaña, se me muere”, dijo el hombre, quien se dedica a vender materiales para reciclar que saca del basurero municipal de Villanueva.
El niño ya cumplió siete años, pero no puede asistir a la escuela porque no tiene papeles, aduce el papá; aunque admite que fue asentado en el Registro de Villanueva.
Si lo hubiese matriculado, no tendría que caminar más que unos cuantos pasos porque el centro para párvulos está a solo media cuadra de su casa.
Jamón y frijoles
La atención de los medios de comunicación, cuerpos de socorro, como también de gente queriendo ayudar, se centró aquella vez en el caso del “hijo de la montaña”; pero con el tiempo ha vuelto a quedar en el olvido.
El niño, conocido en la aldea como Cocoy, vivía antes con sus dos hermanos y sus padres en una covacha de palos y nailon, en plena calle, pero el patronato, conmovido por el caso, le cedió provisionalmente un galpón que brigadistas norteamericanos construyeron para dar consulta médica.
Dentro de la estructura de zinc y techo de material sintético impera un calor infernal porque no tiene ventilación, pues no fue hecha para ser habitable.
Por todos los rincones del cobertizo hay galones de plástico traídos del viejo relleno sanitario, mientras que al fondo están apilados colchones donados que por la noche los moradores tienden en el piso de cemento. Aparte de los padres y los tres niños, también duermen allí dos muchachas adolescentes, hijas solo de la señora.
Afuera está la estufa que el padre del niño hizo con un barril viejo, sobre la cual hay dos ollas pintadas por el hollín, una con frijoles parados y la otra con lomos de jamón que el pepenador rescata del basurero. Por el olor que despide al destapar la olla se deduce que el fiambre está en buen estado.
Al basurero van a tirar también pollos congelados en grandes cantidades que las empresas ya no venden, los que son disputados por los 17 pepenadores, entre ellos Franklin, el padre. “Los más fuertes se llevan lo mejor”.
Dormía sobre las rocas
El otro Franklin parece indiferente a la plática. Juega a hacer casitas de palos como hacía cuando estaba perdido en la montaña, en los pocos momentos en que no lo atacaban los demonios del miedo.
Cuando las sombras de la noche lo envolvían era que gritaba clamando a su padre.
Buscaba las piedras más altas y allí se encaramaba a dormir para que no lo picaran los animales. Si el hambre lo apretaba, comía nísperos, zapotes y otras frutas silvestres. Al menos soportó tres aguaceros, por eso resultó con un fuerte constipado. Mientras lo buscaba, el padre dice que vio serpientes tan gruesas como la rama de un árbol, lo que le hizo pensar si alguno de estos ofidios no lo habrían mordido ya.
Hombres armados de cámaras y otros, uniformados, lo acompañaban en la búsqueda del niño por el laberinto boscoso, cuando el “chigüín” ya estaba bajando por el otro lado de la montaña, adonde lo halló por casualidad el campesino.
Lo primero que el pequeño le preguntó al labriego fue por su padre. “Allá te anda buscando como loco por el otro lado”, le contestó su salvador, y se lo llevó. “Es más pegado conmigo que con la mamá, siempre me lo llevo al monte. Mientras yo pico la leña, lo ando cerquita, ya no lo dejo solo”, comenta el padre.
El hombre no le da importancia a la anormalidad que tiene su hijo en la oreja derecha, porque asegura que oye bien. Se trata de una microtia que consiste en un pabellón sin desarrollar completamente.
Tampoco sabe que eventualmente llegan brigadas médicas al hospital Ruth Paz, de San Pedro Sula, a operar este tipo de defectos congénitos.
Lo sigue la tragedia
Poco después que Cocoy fuera rescatado de las entrañas de la montaña sufrió un percance que casi le cuesta la vida: mientras jugaba en el campo que está frente a su vivienda, la pelota fue a dar a las patas de una yegua arisca y cuando él quiso recoger el balón, el animal le dio una coz en el mero estómago que lo dejó inconsciente y “moradito”.
“Lo recogí muerto y me lo llevé rápido a una clínica de Villanueva, adonde le devolvieron la vida”, recordó.
Al parecer la tragedia lo ha perseguido porque cuando tenía dos años rodó por un barranco y pegó con la cabeza en una piedra filuda. Una línea blanca en su testa rapada indica el sitio adonde sufrió la rotura del cuero cabelludo.
Frente a todas las adversidades, Cocoy se muestra sereno, como si nada hubiese pasado. Pero cuando volvió a la aldea después de haber estado perdido y se encontró con sus amiguitos que lo dejaron solo, se abrazó con ellos llorando.