Joel Auguste ha vivido demasiadas tragedias en sus 32 años de vida. Muy cerca del círculo central del Estadio de Puerto Príncipe, donde Ronaldo, uno de sus futbolistas favoritos, disputó hace años un partido por la paz, confiesa que estaba en Nueva Orleans cuando el huracán Katrina se tragó la ciudad. Su desesperación es tal que no duda en proclamar a los cuatro vientos su receta: “Queremos que los marines se desplieguen como si fuera un avispero. Y que tomen Puerto Príncipe. Haití es parte de América”.
Este emigrante haitiano residió parte de su vida en Estados Unidos y pese a conocer la ineficaz gestión de la administración Bush tras el huracán, no tiene ninguna duda: “Ni un dólar para el Gobierno haitiano. Queremos que el hombre blanco reparta la ayuda”.
La hierba artificial del histórico estadio es hoy el suelo sobre el que pernoctan 3,500 haitianos todas las noches. También son refugiados, como tantos cientos de miles de sus compatriotas. No hay agua, no sobra la comida. Tampoco electricidad. Y cuando llega la noche comienzan los robos. Y el miedo.
“¡Obama, Obama, Obama! ¡Necesitamos a Obama! Él es como nosotros”. Ezequiel Puval golpea su piel negra con orgullo, una y otra vez. “El es negro, como nosotros”, clama mientras el grupo que le rodea grita el nombre del presidente estadounidense. A todos ellos, y a muchos de sus paisanos, sólo les queda una esperanza: Obama.
Francois Johnson se suma al coro de voces. Está por la causa, tanto que no duda en cubrir su cabeza con una gorra de la CIA. “Necesitamos a los extranjeros; los haitianos no vamos a salir de ésta. La comunidad internacional puede traer eficacia, ahora nos estamos muriendo de hambre”.
¿Pero el pueblo haitiano aceptaría sin rechistar el despliegue de los marines?
“Claro que sí, papá. ¡Los estamos esperando!”.
Hillary Clinton quiso despejar cualquier duda el sábado.
“Estamos aquí por invitación de su gobierno para ayudarles. Quiero garantizar al pueblo de Haití que EUA es su amigo, un socio y un simpatizante”, aclaró la secretaria de Estado del Presidente más deseado por los haitianos.
Francois, Joel y Ezequiel no tienen ninguna duda. Los únicos alimentos que han llegado a su nuevo hogar proceden de Miami. El único personal médico que por allí ha pasado también es extranjero. El Estado haitiano está roto y su gente lo sabe.
El palacio presidencial es la metáfora perfecta para explicar esta quiebra. Majestuoso hasta el martes, hoy es un edificio devastado, con una textura parecida a los famosos relojes de Dalí. Aplastado, sin vida. Un paisaje que se repite en toda la zona administrativa de la ciudad. Desde el Palacio de Justicia, que atrapó a sus ocupantes, hasta el Ministerio de Economía. Siete ministerios colapsaron el día maldito.
Pero el pueblo haitiano no confía en sus políticos, tal vez nunca lo ha hecho. El caos total que abruma a Haití tras la hecatombe de hace seis días se empeña en mantenerse. El toque de queda para evitar actos de pillaje durante la noche es una de sus primeras decisiones ejecutivas. La primera comenzó con la ejecución de un hombre que acababa de cometer un robo en Pettonville. Dos tiros en la cabeza, sin pestañear. Para que el cadáver no quedase en la calle, en una zona donde ya muchos han sido recogidos, los que deambulaban por allí decidieron quemarlo de inmediato. Otros actos de violencia aparecieron en distintos puntos de la ciudad, sobre todo en las zonas más humildes, donde la economía de subsistencia no da para mucho.
En la Grand Rue, la calle más comercial de la extinta Puerto Príncipe, los agentes un día atracan a la gente y al siguiente acaban con los delincuentes. Rápidamente el muerto es despojado de sus pertenencias. Cualquier cosa vale oro en el Haití de hoy.
La violencia se comienza a mascar. Nada ayuda que los precios se hayan disparado desproporcionadamente. Por ejemplo, los plátanos, una de las frutas preferidas por los haitianos. “Hemos comprado esta mata (ocho bananas) en un mercadillo de Salomón. Antes costaba diez pesos haitianos. Hoy, más de cuarenta”, calcula Marie France mientras prepara comida para los 31 miembros de su familia que han sobrevivido a la hecatombe.
“Pero la mayoría de la gente no tiene dinero para comprar. ¿Cómo sobrevive? Un vecino les da algo, otro amigo otro poquito, aparece alguien de su familia con ayuda… Por eso es tan importante que llegue pronto la ayuda”, añade Bernard Jamie, convertido ahora en buscavidas.
Interminables colas en las gasolineras avisaban de que por fin se vendía algo de gasolina. En Pettonville, otra cola kilométrica. ¡Venden tarjetas telefónicas! Son los atisbos de una sociedad civil que se empeña en sobrevivir al precio que sea.
“Mucha gente está perdiendo la paciencia”: ONU
El secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, visitó ayer la destruida sede de la misión de la ONU en Haití, enviando un mensaje de esperanza a las víctimas del terremoto, pero admitiendo que muchos de los sobrevivientes están cada vez más desesperados.
Ki-moon dijo que “mucha gente está frustrada y que está perdiendo la paciencia”.
El Programa Mundial de Alimentos de la ONU planea empezar a alimentar a un millón de personas en dos semanas y a dos millones en un mes, dijo el secretario general. Davir Orr, portavoz del programa, señaló que la agencia tenía como objetivo alimentar a más de sesenta mil personas el domingo.
Se calcula que entre tres y 3.5 millones de personas necesitan ayuda, por lo que a Ki-moon se le preguntó si la asistencia ofrecida sería suficiente para evitar revueltas o disturbios.
“Sinceramente espero y pido a los haitianos que sean más pacientes”, dijo. “No queremos ni imaginarnos ese tipo de situación”.
Ki-moon paró frente a la plaza del dañado Palacio Nacional, donde miles de haitianos acampaban y un grupo de hombres y jóvenes chillaban que necesitan comida, bebida y trabajo.