¿Qué habrá pasado por la mente del gerente general de los Mavs, Nico Harrison, cuando le propuso a los Lakers el intercambio pelo a pelo de Luka por Anthony Davis?
Bueno, de eso ya se ha escrito mucho, pero por el alto grado de incongruencia y perplejidad, siempre es valedero hacerse esa pregunta.
Como soy nacido en la década del 70, comencé a ver NBA cuando estaba en su esplendor la batalla Celtics–Lakers, Magic Johnson contra Larry Bird.
También estaban en su apogeo el gancho de Kareem Abdul-Jabbar, la picardía de Danny Ainge, y todavía los laguneros jugaban en el recordado Forum de Inglewood.
Luego irrumpió Michael Jordan y puso el baloncesto patas arriba. Los Chicago Bulls se apoderaron de millones de corazones en todo el mundo en los últimos años de los 80 y en los 90, seducidos por la magia del número 23.
Jordan era y es el indiscutido rey, el número uno de siempre. Ni Chamberlain, ni Magic, ni Bird, ni Kobe. Obvio que tampoco LeBron.

El juego sucio y vulgar de los Detroit Pistons, encabezados por Dennis Rodman, Bill Laimbeer, Rick Mahorn, Joe Dumars e Isiah Thomas, encumbró aún más la mítica figura de Mister Air.
Lo que jugaban los Pistons contra Jordan no era baloncesto. Era boxeo y lucha libre. Una rudeza tan baja que se amigaba con la vulgaridad para reducir a porquería las finales de la Conferencia Este, cuando el de North Carolina no tenía buenos gregarios.
Una vez los Bulls rodearon a Michael de jugadores decentes —algunos fuera de serie como Scottie Pippen—, los odiados Pistons fueron reducidos a la nada por el Más Grande.
Por eso, hoy que algunos se atreven a comparar a LeBron con Michael basados en las estadísticas, se les debe remitir no solo a YouTube y que vean sus highlights, sino a la lista de consagrados que derribó como muñequitos: Patrick Ewing, Charles Oakley y John Starks, de los Knicks; el cartero Karl Malone y John Stockton, de los Jazz; Charles Barkley y Danny Ainge, de los Suns; Clyde Drexler, Terry Porter y Jerome Kersey, de los Trail Blazers; Allen Iverson, de los Sixers; Hakeem Olajuwon, de los Rockets, y Gary Payton y Shawn Kemp, de los SuperSonics de Seattle.
Tampoco hay que olvidar que fue él quien destruyó a los Lakers de Magic en la final de 1991, en el comienzo de lo que fue su reinado y la dinastía de los Bulls.
Dicho esto, LeBron es uno de los más grandes de la historia. Y si junto a Austin Reaves ya era una pasada, ahora con Luka es el pandemónium.

El esloveno, con sus 229 libras cerveceras y sus casi dos metros de altura, asombra a los presentes por lo menos diez veces por partido.
Es imposible no quedar atónito con su electricidad, su dribling, su tiro y con la magia que inventa, capaz de maravillar al mismo LeBron.
Son 48 minutos de puro "showtime", con jugadas inverosímiles que te hacen cuestionar si es relevante o no que ese equipo de amarillo y púrpura gane o pierda.
Y, para rematar la historia, el chelón no solo es mago, también tiene corazón, y sus lágrimas en su retorno a Dallas lo humanizaron.
Su dolor y el de los 21,000 fanas congregados en el American Airlines Center sellaron para siempre un amor y una conexión que el malo de Nico Harrison quiso destruir con su traspaso.
El gerente general de los Mavs miró tras bambalinas cómo Luka, con 45 puntos, le ponía una piedra a su equipo que buscaba el boleto a los playoffs.
No tuvo el valor de visibilizarse, de dar la cara, pero sí lo tuvo para reunirse horas después con periodistas allegados, ante los cuales repitió el guion para justificar su metida de patas:"Por muy antipopular que sea, no me arrepiento de haberlo traspasado: Luka come muchas papas fritas, toma mucha cerveza y es uno menos marcando."
Su perorata enfureció aún más al pueblo de los Mavericks, que de la noche a la mañana perdió a su chico maravilla, al que alegraba sus noches tras una ardua jornada laboral y que los hacía retornar felices cada noche a casa.
En lo particular, a mí me da lo mismo si Luka gana o pierde, si ayuda a marcar o no, si los Lakers, que acabaron terceros, derrotan a Timberwolves en su serie de playoffs. Tampoco me he puesto a analizar si podrán ganar la Conferencia Oeste.
Esta vaina se trata de disfrutar al rechoncho esloveno que hace magia en la duela, mientras nosotros, sentados en el sillón, gritamos, reímos y nos asombramos con cada conejo que saca del sombrero.
Por eso, para titular esta nota, nos recordamos del 23 y de los queridos Silver Star de La Lima y su espectáculo total.
Ellos, con su música, y Luka, con la pelota naranja en sus manos.