Nueva Arcadia, Copán, Honduras.
Se encerró en la casita de los aparejos con el artefacto explosivo que encontró en la plazuela de la aldea, y a los pocos minutos se escuchó el estruendo. Las láminas de zinc volaron, las paredes de adobe cayeron hechas pedazos, y en medio de la humareda emergió la figura del pequeño Adalid Mejía, de 10 años, clamando ayuda, con sus ropas hechas jirones y su cuerpo ennegrecido por las quemaduras de la pólvora.
“No había desayunado”, dijo su madre María Cruz España, quien a esa hora del 25 de diciembre estaba en la cocina haciendo el acostumbrado café. Con su marido Salvador Mejía salieron corriendo al escuchar el bombazo y encontraron al niño de pie, sin poder caminar porque tenía el pantalón atorado en una gran astilla. “Papi, sáqueme de aquí”, clamaba el pequeño con el dolor reflejado en su rostro. Con la ayuda de un hermano que también acudió de una casa vecina, asustado por la explosión, don Salvador rescató a su hijo y salió con él en brazos a buscar ayuda. El estruendo había sacudido la pequeña comarca, por lo que no fue difícil hallar un carro para transportar al quemado a la ciudad de La Entrada.
La noche del 24 la familia había ido a la plazuela de esa aldea llamada El Roble, donde muchas personas celebraban la Navidad. La madre entró al templo católico con su niña recién nacida y el padre se quedó afuera con Adalid y otro hijo menor a ver cómo la gente reventaba cohetes.
“Mejor nos vamos porque es peligroso”, dijo el hombre antes de las 11:00 de la noche y bajaron a la casa a dormir.
Lo suyo es el monte, pero con sus pocos conocimientos de albañilería construyó la troja en el patio para almacenar granos y los aparejos de las bestias. Si el techo hubiese sido de tejas tal vez allí mismo hubiera muerto el niño porque le habrían caído encima, comentó el padre.
El niño se resistía a seguir la escuela porque le estaba costando aprender a leer. Lo que le gustaba era ayudarle al papá en las tareas agrícolas y trabajar en los cortes de café, refirió la madre.
Los esfuerzos por salvar la vida del niño fueron en vano. De La Entrada, fue trasladado en ambulancia al hospital de Santa Rosa de Copán. No obstante que el artefacto le explotó en el abdomen, iba consciente. Preguntaba a qué hora llegaría al hospital para tomarse un refresco porque tenía mucha sed.
Su tragedia conmovió a las mismas Fuerzas Armadas, que proporcionaron el helicóptero para que de Santa Rosa fuera llevado al Hospital Escuela de Tegucigalpa. Pero la mañana del primero de enero el campesino salió llorando del hospital al darse cuenta que su hijo se había rendido ante la muerte.
Se encerró en la casita de los aparejos con el artefacto explosivo que encontró en la plazuela de la aldea, y a los pocos minutos se escuchó el estruendo. Las láminas de zinc volaron, las paredes de adobe cayeron hechas pedazos, y en medio de la humareda emergió la figura del pequeño Adalid Mejía, de 10 años, clamando ayuda, con sus ropas hechas jirones y su cuerpo ennegrecido por las quemaduras de la pólvora.
“No había desayunado”, dijo su madre María Cruz España, quien a esa hora del 25 de diciembre estaba en la cocina haciendo el acostumbrado café. Con su marido Salvador Mejía salieron corriendo al escuchar el bombazo y encontraron al niño de pie, sin poder caminar porque tenía el pantalón atorado en una gran astilla. “Papi, sáqueme de aquí”, clamaba el pequeño con el dolor reflejado en su rostro. Con la ayuda de un hermano que también acudió de una casa vecina, asustado por la explosión, don Salvador rescató a su hijo y salió con él en brazos a buscar ayuda. El estruendo había sacudido la pequeña comarca, por lo que no fue difícil hallar un carro para transportar al quemado a la ciudad de La Entrada.
La noche del 24 la familia había ido a la plazuela de esa aldea llamada El Roble, donde muchas personas celebraban la Navidad. La madre entró al templo católico con su niña recién nacida y el padre se quedó afuera con Adalid y otro hijo menor a ver cómo la gente reventaba cohetes.
“Mejor nos vamos porque es peligroso”, dijo el hombre antes de las 11:00 de la noche y bajaron a la casa a dormir.
Lo suyo es el monte, pero con sus pocos conocimientos de albañilería construyó la troja en el patio para almacenar granos y los aparejos de las bestias. Si el techo hubiese sido de tejas tal vez allí mismo hubiera muerto el niño porque le habrían caído encima, comentó el padre.
El niño se resistía a seguir la escuela porque le estaba costando aprender a leer. Lo que le gustaba era ayudarle al papá en las tareas agrícolas y trabajar en los cortes de café, refirió la madre.
Los esfuerzos por salvar la vida del niño fueron en vano. De La Entrada, fue trasladado en ambulancia al hospital de Santa Rosa de Copán. No obstante que el artefacto le explotó en el abdomen, iba consciente. Preguntaba a qué hora llegaría al hospital para tomarse un refresco porque tenía mucha sed.
Su tragedia conmovió a las mismas Fuerzas Armadas, que proporcionaron el helicóptero para que de Santa Rosa fuera llevado al Hospital Escuela de Tegucigalpa. Pero la mañana del primero de enero el campesino salió llorando del hospital al darse cuenta que su hijo se había rendido ante la muerte.