Con la convicción de que el alcohol potencia la creatividad porque desinhibe la mente, muchos escritores han recurrido a la bebida en busca de la inspiración que les negaban otras musas.
A algunos se les fue la mano hasta enfermarse de alcoholismo; otros, simples bebedores sociales, han convertido a bares en protagonistas de sus obras.
Hay autores que han conseguido poner de moda sus cocteles favoritos y otros cuyas creaciones recuerdan sus vivencias en el interior de los bares. Además, míticos cafés han acogido tertulias literarias y artísticas, en las que se debatía sobre lo divino y lo humano hasta la madrugada y que se regaban con distintos destilados.
La combinación entre alcohol y literatura tiene también una larga historia. Catulo, poeta y borracho declarado del siglo I de la era cristiana, hablaba en sus poemas de las delicias del vino, pero también se burlaba del alcoholismo de sus contemporáneos y del suyo propio.
Hemingway
Uno de los casos más emblemáticos de la historia reciente es el del escritor estadounidense Ernest Hemingway (1899-1961), cuya vida y obra están muy vinculadas al alcohol.
Ha dado nombre a bares en todo el mundo, creó su propio coctel, el papa doble -hecho con ron- y en El Floridita de La Habana, Hemingway recordaba que, acodado en un extremo de la barra, degustaba daiquiris y prefería La Bodeguita del Medio para los mojitos.
Hemingway dejó frases históricas: “un hombre no existe hasta que se emborracha” o “beber es un modo de terminar el día”, y el alcohol está presente en toda su obra, especialmente en Fiesta.
El escritor, al preguntarle qué distraía a un escritor o le impedía escribir, respondía: “El alcohol, el dinero, las mujeres y la ambición. Y también la falta de alcohol, de dinero, de mujeres y de ambición”.
Son memorables sus borracheras con Francis Scott Fitzgerald en los clubes clandestinos que la ley seca hizo florecer en Nueva York y compartió tertulias empapadas de alcohol con James Joyce, Gertrud Stein y Ford Madox Ford, recuerda el escritor Antonio Jiménez Morato en su libro Mezclados y agitados (Debolsillo). Llegó a beber tres botellas diarias de alcohol y acabó suicidándose.
Largo paseo entre copas
Truman Capote (1924-1984) fue siempre un devoto de la farra -como demostró en las fiestas que organizaba y en el rodaje de Beat the devil (La burla del diablo), trufado de borracheras junto a John Huston y Humphrey Bogart- pero su carrera hacia la destrucción comenzó tras escribir A sangre fría. El escritor, que murió de un cáncer de hígado, afirmó que su profesión era “un largo paseo entre copas”.
El padre del famoso detective privado Philip Marlowe, Raymond Chandler (1888-1959), intercaló épocas de ebriedad y abstención. En una ocasión volvió a la embriaguez para escribir el guión de The blue dahlia (La dalia azul), por el que fue nominado al óscar, convencido de que no era capaz de crear sobrio.
Quizá los antecedentes fueran establecidos por la generación de la bohemia artística del París decimonónico, a la que perteneció Charles Baudelaire (1821-1867), considerado el precursor de la figura del intelectual.
En su libro, Jiménez Morato lo define como “un precursor en todo lo tocante a la relación que se establece con los estupefacientes y la creación artística”. Estos creadores, contrarios a la burguesía, frecuentaban las tabernas y determinaron que la embriaguez fomentaba la creatividad. Baudelaire escribió en Spleen de París: “Hay que estar siempre ebrio. Eso es todo: la única cuestión”.
Al otro lado del género masculino también hay damas que combinaron alcohol y literatura. Aunque el número de mujeres escritoras es menor, algunas como Marguerite Duras o Dorothy Parker han tenido esa complicada relación con la bebida.
La poeta Anne Sexton viajaba siempre con un termo lleno de martinis. La biografía de la novelista Jean Stafford cuenta que empezó a beber en la universidad y en los años siguientes bebía jerez por la mañana mientras escribía.
Pronto, según un amigo, “difícilmente se la encontraba sin que el aliento le oliera a alcohol”. Si salía a cenar, la tenían que traer de vuelta. Contó a su hermana que odiaba la bebida, que hacía su vida terriblemente miserable, pero no podía dejarla. Tras varios tratamientos sufrió un delirium tremens y tuvo diferentes caídas y lesiones.
Se desmayaba borracha y la encontraban tirada en el suelo a la mañana siguiente. Siguió bebiendo después de un ataque al corazón. A los 63 años había dejado de comer prácticamente y murió de un paro cardíaco.
Bares, lugares literarios
Pero la relación entre literatura y alcohol no ha sido siempre tan extrema. Dipsomanías aparte, la bebida y las tabernas han tenido su protagonismo en muchas obras.
En casi todas las novelas y en muchos de los cuentos de Mario Vargas Llosa aparecen bares, hasta el punto de que su libro Conversación en La Catedral toma el nombre de uno de ellos.
También Mirko Laver (1947) se presenta con un gran captador de la vida de los bares de Perú o Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), que escribió una obra sobre la bebida, Beber o no beber, aparte de las lecciones gastronómicas y vinícolas que transmitió a través de su personaje Pepe Carvalho.
Nicolás Guillén le dedicó unos versos al lugar del que “La Habana con razón blasona”, La Bodequita del Medio, cuyas mesas frecuentaron también escritores como Pablo Neruda, Tennessee Williams y Carlos Mastronardi.
La asiduidad con que algunos escritores visitaban ciertos bares llevó a Forbes a elaborar una lista con los 10 bares literarios más famosos del mundo, aunque se limitó a la literatura anglosajona.
Encabezada por la White Horse Tavern de Nueva York, que frecuentaban Allen Ginsberg y Jack Kerouac, incluye el Davy Byrnes de Dublín, donde James Joyce escribió algunas páginas de Ulises; el Eagle and Child de Oxford, al que acudía con frecuencia J.R.R. Tolkien, o el Long Bar del Hotel Raffles de Singapur que acogió a Joseph Conrad y Rudyard Kipling.
Personajes y alcohol
El alcohol es también un personaje de la literatura. De los barriles de ron que consumen los piratas de La isla del tesoro o los que salva Robinson Crusoe del naufragio, las recetas del daiquiri de Hemingway o del gimlet de Raymond Chandler en El largo adiós.
Los personajes de Tres tristes tigres del cubano Guillermo Cabrera Infante toman mojitos mientras que los de las Conversaciones en La Catedral, ese bar limeño magníficamente narrado por Vargas Llosa, consumen pisco.
El Horacio de Cortázar, personaje en Rayuela, ofrece vino francés “de la casa” a los clochards parisinos, mientras que en su novela La batalla en el desierto, José Emilio Pacheco subraya la urgencia de la clase media mexicana por cambiarse a bebidas extranjeras y “blanquear el gusto”.
Casos famosos
1. Raymond Chandler
El maestro de la novela negra, autor de “The big sleep”, era conocido por lograr sus mejores obras bajo el efecto del alcohol: “Empiezo tomando vino blanco y sigo con dos botellas de whisky al día. Luego dejo de comer. Después de 4 ó 5 días enfermo y debo dejar de beber porque no puedo sostener ni un vaso con agua”.
2. Truman capote
“Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”, dijo el autor de “A sangre fría”. Acostumbraba mezclar fármacos con alcohol, al punto de tener un ataque psicodélico a los 55 años. Según sus médicos, descubrieron que el cerebro de Capote literalmente se encogió por el alto nivel de intoxicación.
3. Tennessee Williams
Era asiduo bebedor del gin fizz, el clásico coctel de Nueva Orleans que contiene ginebra, jugo de limón, jugo de lima, sirope, clara de huevo, flor de naranjo, agua y crema. También le gustaban las anfetaminas y los barbitúricos. Murió de sobredosis de alcohol y drogas.
Hemingway: una familia marcada por el suicidio
La madrugada del domingo 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway, víctima de una noche más de insomnio, despertó muy temprano en su casa de Ketchum, Idaho.
Sigilosamente salió de la cama y dejó a su mujer Mary dormida para dirigirse al cuarto donde guardaba las armas. Por un momento, probablemente, se asomó a su mente el viejo fantasma familiar del suicidio del padre, que esta vez parecía regresar para encarnarse finalmente.
El escritor sintió el peso inexorable del destino, cogió el rifle que usaba para cazar pájaros y, posando el cañón del arma en su paladar, apretó con resolución el gatillo.
Treinta años antes, el padre del escritor, el médico Clarence Edmonds Hemingway, se había suicidado a los 28 años de edad, en su consultorio, usando la vieja pistola Smith & Wesson del abuelo.
En la familia de Hemingway sobresalen los suicidios: su padre, sus hermanos Úrsula y Leicester y más tarde su su nieta, la actriz Margaux Hemingway, puso fin a su vida voluntariamente.