La familia Lázarus agradece profundamente el encomioso reconocimiento que hicieran varias nobles personas en todos los diarios nacionales, conmemorando el aniversario número 70 de la Cruz Roja Hondureña el 4 de septiembre, con mención especial para su fundadora Enriqueta Lázarus. Nos hubiera gustado participar en la hermosa ceremonia que se celebró en el Parque Central, pero los directivos de la Cruz Roja 'olvidaron' invitar a la familia Lázarus.
Ahora quiero referirme a las facetas humanas de esa extraordinaria mujer. Las adversidades que sufrió desde niña no la amargaron, sino que fortalecieron su espíritu de lucha y jamás claudicó. Hablar con ella era como recibir una cátedra y aprender de su maravillosa filosofía de vida. Nació el 13 de julio de 1888. Decía: 'Todos los maravillosos inventos que pasaron frente a mis ojos: la electricidad, el teléfono, los aviones, la radio, la televisión, la computación y otros inventos del siglo XX'.
Su padre era don Miguel Antonio Girón, quien estudió leyes y tenía licencia de litigar, pero murió cuando ella tenía 9 años. 'Él nos heredó una buena casa, enfrente de lo que hoy es el Hotel Marichal, pero aquella casa se quedó sin proveedor, pues mis dos hermanos varones, José y Antonio, murieron trágicamente a temprana edad. Mi madre, Estefana Ugarte, fue criada por su madrina y tía Nelita Ugarte, una dama solterona que volcó todo su cariño en su ahijada. En la familia Ugarte todo era cultura, arte, especialmente música. Así que mi madre se crió entre los halagos de 'una señorita de sociedad', fanática del orden y la limpieza, pero de trabajo ¡no sabía nada! Y como las desgracias no vienen solas, tenía 13 años cuando ella enfermó de cáncer. Entonces aprendí a elaborar pan y pasteles, además, hacía cigarrillos ‘La Viejita’ en fino papel de china, rellenos de tabaco picado que vendía por unos pocos centavos. Para no dormirme mientras subía la pelotita de levadura en un vaso de agua, señal de que ya podía meter el pan al horno, empecé a fumar a esa temprana edad. Con la venta de esos productos mantenía la casa y compraba las medicinas de mi madre. ¡Tiempo muy duro!'.
Su padre tenía dos buenos amigos: don José María Reina y el médico don Alberto Bernhard. 'Por compasión don Alberto me vendía las medicinas baratas o me las regalaba. Muere mi madre cuando tenía 16 años. Ambos se interesaron en que yo fuera a vivir con ellos, pero fui a parar a la casa de los Bernhard; don Alberto tenía una farmacia-tienda, me contrató junto a su sobrina Adela Streber, para trabajar de dependientas. Como ejecutivo trabajaba en la Rosario Mining Company; el inmigrante alemán Ernesto Lázarus estaba casado con una sobrina de don Alberto, ella muere dejando 4 hijos. Los mayores, Ernestina y Alberto, todavía escolares, fueron enviados a Alemania donde la abuela, allá recibieron su educación. Los menores, Luis y Roberto, de 4 y 2 años, fueron a parar donde los Bernhard. Mientras se dedicaba a las ventas, Enriqueta notó que la 'niñera' de Roberto lo descuidaba y se fue encariñando con él. En cierta oportunidad lo estaba cargando en la puerta principal, viendo una procesión; iba pasando don Douglas Guilbert y le dijo: 'Ve Quetía, cásate con Lázarus'. '¡Ni quiera Dios! Viudo y potro, que lo dome otro', respondió. Pero ya el destino seguía su curso y se casaron en 1910.
Casada con un hombre culto, ella empezó a autoeducarse. Alquilaba libros por 0.25 centavos, don Calixto Carías se dio cuenta y le puso a la orden su biblioteca. Los libros de Lin Yutang hicieron un efecto tremendo en ella, en especial el titulado 'La importancia de vivir'. Cuando don Calixto muere, encargó a los hijos que le obsequiaran la colección completa. En estos afanes de pasar leyendo cayó en sus manos el libro 'Recuerdos de Solferino', donde Henry Dunant se conmovía por el drama de los soldados heridos abandonados en el campo de batalla; eso lo inspiró a fundar la Cruz Roja. Su lectura obsesionó a Enriqueta y ya no tuvo paz hasta fundar la Cruz Roja Hondureña un 4 de septiembre 1937 y justo es decirlo que le sobró colaboración de todo tipo de personas de buena voluntad.
Ella salía de su casa por aquellas calles solitarias hacia la Cruz Roja a las 4 de la madrugada. Una vez alguien le dijo: 'Buenas noches doña Queta'. ¡Eran las 12.20! ¡Se equivocó en la colocación de las agujas! ¿Por qué iba tan de madrugada? '¿ Se imagina, Gloria, a esas pobres mujeres que llegan a medianoche cargando sus hijos enfermos a veces bajo la intemperie, ¡gran necesidad tendrán! Entonces yo las hago entrar y empiezo a anotarlas, cuando los médicos y enfermeras llegan, sólo hacen su trabajo', dijo.
En 1970 invitó a Carmen Fortín y a mí para una gira por Europa; cenábamos en el lujoso Alster Pavillon, de Hamburgo, rodeadas de violines, y se puso a llorar con este comentario: 'Pensar que una noche mi madre y yo sólo teníamos un tamalito de elote para cenar, pagamos por él dos centavos'. ¿Qué remordimiento podía quedarle a aquella fabulosa hija?
Bendita mujer, su propio sufrimiento le desarrolló una gran sensibilidad para ser receptiva al dolor de los otros. Salvó muchas vidas.