01/05/2024
08:02 PM

Perder para crecer

Elisa Pineda

Hace pocos días fue el aniversario luctuoso de mi padre. Han pasado 23 años desde que exhaló por última vez, luego de lidiar por un mes con un cáncer terminal. Fue la primera vez que vi a alguien morir y aquello fue una experiencia tan dura, que me es imposible evitar la tristeza cada vez que el calendario marca esa fecha.

Cuando murió mi padre, yo era aún muy joven, contaba veintitantos años y recién había finalizado mis estudios de maestría en el extranjero, cuando de un golpe, la vida me ubicaba en una nueva realidad compleja y dolorosa.

Sin duda no pasaba solamente conmigo, mi madre y mis hermanas vivían lo propio, pero en momentos como ese uno no es capaz de darse cuenta de lo que otros viven.

Durante mucho tiempo, quizás varios años, me aferré a la idea de vivir un día a la vez, de buscar incansablemente salir adelante cada 24 horas.

Despedirme de mi padre fue una intempestiva salida de mi zona de confort, de la seguridad de contar con su respaldo, del refugio que me proporcionaba su presencia constante en mi vida. De un momento a otro no estaba más el consejo oportuno y la plática enriquecedora.

Me di cuenta que él se había trasladado de lo visible, hasta mi mente para hacer su casa allí, acomodándose en los recuerdos y las enseñanzas que primero apliqué para mí y ahora en la relación con mis hijos.

De esta forma supe que cuando experimentamos la muerte de alguien muy cercano -familiar o amigo- somos más capaces de entender el valor de lo intangible, de la vida espiritual, del después eterno.

Además, el dolor nos hace más conscientes de nuestra humanidad y a partir de eso, somos más capaces de comprender a otros, de solidarizarnos y convertir aquello en una poderosa fuerza que nos hace continuar.

No es fácil, nadie quiere perder, ni sentir dolor por lo que termina. Decir adiós es una de las experiencias más difíciles de sobrellevar; pero el dolor de las pérdidas cuando es asumido y canalizado adecuadamente, nos hace valorar, madurar y sobre todo, agradecer.

Valorar para reconocer a las personas y a las experiencias en su justa dimensión, con sus aciertos y desaciertos, con virtudes y errores, para quedarnos con aquello que nos suma.

Madurar a partir de la necesidad de continuar con la propia vida, con todo lo que implica; enfocándonos en el presente y desde allí, pensarnos a futuro.

Agradecer por tener la oportunidad de haber enriquecido nuestra existencia con la presencia de personas especiales, por lo compartido en poco o mucho tiempo, por todo tipo de momentos que forman parte del repertorio del que luego disponemos como asidero y ejemplo, para dejar nuestra huella en otros.

Debo confesar que ha sido un aprendizaje nada fácil y de muchos años, pero en este mundo estamos para aprender y el tiempo se encarga de presentarnos las lecciones en el momento oportuno para cada quien.

Perder nos hace crecer, aunque en el momento inmediato de la pérdida eso no sea posible de comprender, porque el dolor nos impide reconocerlo, como sucede con las lágrimas que no nos dejan ver con claridad.

Pero el tiempo tiene la cualidad de poner cada cosa en su lugar y nos cambia la pregunta del ¿por qué? a otra más profunda: ¿para qué? Si vives el dolor de una pérdida reciente, sé paciente con tu propia experiencia, llegará el momento en que seas capaz de encontrar fortaleza y honrar el recuerdo del ser querido con tu propia existencia, viviendo a plenitud. Sigo en el proceso, que no acaba.