El otro día, la gatita que adoptamos empezó a entrecruzarse por mis piernas. Luego me maulló. Al inicio no le hice caso. Pensé que era un juego solamente. Sin embargo, después de que me maullara la segunda vez y me viera con una catadura de necesidad terrible, caí en la cuenta de que quería algo. ¿Qué podría ser? Por supuesto, comida, pensé, y me encaminé hacia el plato estipulado para ponérsela. Mi sorpresa; no obstante, fue verlo lleno. Pero la gatita continuaba entrecruzándose por mis piernas y maullando. Agarré otro plato, entonces, y le puse comida. Ella la vio, la curioseó y empezó a comer la que estaba en el otro plato. Yo solo me sonreí y pensé: “quién entiende a los animales”.
Se ha fijado, querido lector, que los seres humanos muchas veces actuamos de la misma forma, es decir, incomprensiblemente. Y esto no solo aplica para aquello que alguna vez enunciara Cervantes, que verdaderamente hay poetas en el mundo que escriben trovas que no hay diablo que las entienda, sino para todas aquellas acciones que efectuamos y palabras que decimos que no hay ángel que las entienda. Como si el objetivo fuera, justamente, que no se entendieran, cuando lo que ciertamente necesitamos es darnos a entender.
La comunicación es una herramienta fundamental en nuestra vida cotidiana, dicen los expertos. Nos permite transmitir ideas, compartir información y establecer conexiones significativas con los demás. Sin embargo, cuando esta falla, pueden emerger diversas problemáticas que afectan nuestras relaciones personales y profesionales. En ese sentido, la pauta bíblica de decir buenas palabras, que ayuden y animen a los demás, para que la comunicación le haga bien a quien la perciba (Efesios 4:29), encaja perfecto aquí. Y todavía: “La gente buena siempre hace el bien, porque el bien habita en su corazón. La gente mala siempre hace el mal, porque en su corazón está el mal. Las palabras que salen de tu boca muestran lo que hay en tu corazón” (Lucas 6:45, TLA).