“Todo el mundo dice que nada dura para siempre”, manifiesta la frase popular. Lo cual es confirmado por la Biblia en 2 Corintios 4:18: “Así que no miramos las dificultades que ahora vemos; en cambio, fijamos nuestra vista en cosas que no pueden verse. Pues las cosas que ahora podemos ver pronto se habrán ido, pero las cosas que no podemos ver permanecerán para siempre”. Queda claro, entonces, que la frase es verdad, nada dura para siempre. Sin embargo, en nuestros días, creo que hay algo mucho más claro que viene arrastrado por esa certeza: nosotros mismos estamos propiciando que se haga verdad. O mejor: nosotros estamos apresurando su cumplimiento.
¿Cómo? Lo que escribíamos con mi hermano Jibsam en el libro “Desafíate” puede servirnos de respuesta: “El propósito divino fue que el hombre y la mujer vivieran del usufructo de la tierra y que estuvieran en paz con todas las criaturas. Que cuidaran la creación, la protegieran y la amaran. Que la vieran como algo sagrado porque proviene de Él. En el Nuevo Testamento, Dios es conocido como el protector de los lirios y de los pájaros (Mateo 6:26-30). Contrariamente, el ser humano es conocido como el productor de armas nucleares, el que propicia mareas rojas, el que rompe la capa de ozono, el que provoca inundaciones en tiempo de lluvia al atrancar las alcantarillas con tanta porquería que echa a la calle, el que crea catástrofes ambientales..., el que da cuenta del océano con la pesca de arrastre, el que fabrica hielo negro, el que hace que disminuyan o sucumban las especies..., el que incendia pozos petroleros que transforman la zona en un infierno tóxico con cuantioso humo, hollín y cenizas, el que sitúa casas sobre toneladas de residuos industriales venenosos enterrados desde hace años, el que hace volar al cuarto lago más grande del planeta a base de fertilizantes y pesticidas, [el que crea virus y pandemias] y la lista se hace interminable, fatídicamente”.