12/07/2025
07:40 AM

¡Misericordia, Señor, he pecado!

¿Quién se libra de no caer y ofender a Dios? El pecado nos acompaña desde el principio de la creación del ser humano, (caída de Adán y Eva), y en la historia hay un reguero de sangre, guerras, invasiones, pleitos por poder, trastornando todo lo bueno creado por Dios por causa de nuestra rebeldía y egoísmo. También el pecado está con nosotros desde nuestro nacimiento: “Mira, culpable nací, pecador me concibió mi madre”, Sal 50,7. Ya desde niños desobedecemos, nos encaprichamos y manifestamos nuestro sutil egoísmo y nos enfrentamos como rivales a los que nos quieren quitar algo. Con los años va creciendo la soberbia, ensalzando grotescamente el “ego” que nos convierte en idólatras de nosotros mismos. Aparecen, gracias a ese pecado el orgullo, la vanidad y la envidia. Mató Caín a Abel, su propio hermano por ese proceso degradante que comenzó con el “¿no quieren ser como dioses?” de sus padres. No soportó la perfección de su hermano.

La conciencia de pecado es sana, una bendición que nos libra de seguir atentando contra nosotros, los demás y ofendiendo a Dios. David gracias al profeta Natán se dio cuenta del gran pecado que cometió. Todo empezó así: no fue a la guerra cuando él era el gran líder y héroe militar, abandonando a su ejército y quedándose ocioso y haragán en su palacio; después, le arrebató la esposa al general Urías que sí estaba en la guerra por Israel; luego, lo manda al frente de batalla para que lo mataran, cosa que sucedió y así quedar tranquilo. Natán se enfrentó a él con la “parábola de la “única oveja que tenía el campesino”. Se le iluminó la mente, tomó conciencia David de su pecado y clamó al cielo llorando: “Ten misericordia de mí Señor, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito y limpia mi pecado. Porque yo reconozco mi culpa, y tengo presente siempre mi pecado”, Sal 50,3-5. David se enfrentó a su verdad, comprendió que Dios lo había ungido para ser caudillo y liberador, no opresor ni explotador.

Y esta conciencia no es masoquismo, sino encuentro con la verdad y la “verdad nos hace libres”. “Tú quieres la sinceridad interior y en lo íntimo me inculcas sensatez”, Sal 50,8. Es saludable hacer un inventario de nuestros actos y ver cuáles son las actitudes que nos llevan al mal. La señal más clara del pecado: la destrucción que hago a otros o a mí mismo por mis actos. El pecado no construye, sino pulveriza, rompe, desbarata, hace pedazos todo lo que es vida: la misma vida humana, la dignidad de la gente, el derecho a participar del bien común, las relaciones interpersonales, la integridad de las comunidades, alianzas y compromisos, el equilibrio de la naturaleza, la comunión con Dios. Es el pecado un agente monstruoso de Satanás. La gracia de Dios une, construye, edifica, engrandece, purifica, ennoblece, dignifica.

El pecado directamente atenta contra Dios al atentar contra la creación. El Señor quiere que se mantenga y promueva la vida, que se respete lo sagrado, que se proteja lo creado, que se guarden y se perfeccionen todas las relaciones interpersonales, se avive la solidaridad y se construya el Reino de Dios en la tierra, donde impere la justicia y la paz, la fraternidad y el compartir el bien común entre todos, incluyendo a los desechados, a los más pobres y abandonados, los preferidos de Dios. “Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad ante tus ojos; así serás justo cuando juzgues e irreprochable cuando sentencies”, Sal 50, 6. El hijo pródigo vio en su alma la relación directa que había entre la ofensa y el dolor que le había causado a su padre y su relación con Dios: “Papá, he pecado contra Dios y te he ofendido…”, Lucas, 15,21. Se arrepintió al tomar conciencia de toda la degradación sufrida como persona, la destrucción de la herencia entregada, la frustración de los planes de su padre, y volvió a la casa paterna, reconciliándose con su papá y con Dios.

La aspiración nuestra: la purificación de todo lo malo en el corazón: “Rocíame con el hisopo y quedaré limpio… de mi pecado tu vista y borra todas mis culpas. Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme”, Sal 50,9-12. Debemos combatir el pecado que está dentro de nosotros, el enemigo más mortal que tenemos, el que nos puede destruir integralmente, el que combina los deseos malos, las actitudes perniciosas y luego los actos destructivos. Esto solo se puede hacer con el poder del Dios misericordioso y santo, con quien somos invencibles.