La lectura, y relectura, de “El infinito en un junco” de Irene Vallejo, ha traído a mi memoria algunos de los momentos en los que comenzó y se consolidó un romance que supera las cinco décadas: el que he mantenido con los libros. Y hablo de los de papel, porque, sin minusvalorar el hecho de que la tecnología los ha vuelto más portables, económicos y accesibles, sigo prefiriendo aquellos que puedo ojear, subrayar con una pluma, mantener visible en la mesa de noche y oler con cierta fruición cuando están nuevos.
El enamoramiento comenzó, como ya alguna vez he referido, cuando tenía 8 años y se inauguró la biblioteca de la escuela “Manuel Bonilla” de Juticalpa. Dediqué muchos de los recreos o llegadas tempranas para zambullirme en ella y así explorar mundos desconocidos y fascinantes. Creo que, desde entonces, la suerte estaba echada y el hecho de que, una vez tenía que escoger carrera universitaria y trazar una ruta de vida profesional, estas estuvieran ligadas a los libros, tuvo su origen en esa biblioteca. Por eso estudié Letras y he dedicado buena parte de mis años a la enseñanza de la lengua y la literatura.
Mi padre, que fue siempre muy respetuoso de las decisiones que tomábamos sus hijos, aceptó y costeó mi primer año de estudios en la Universidad Autónoma de Puebla, en México. Además de muchas otras cosas, recuerdo como cada vez que llegaba el esperado cheque para financiar mis gastos en aquella ciudad, lo primero que hacía era correr a comprar las novedades literarias y, algunos clásicos, por supuesto, aunque luego me quedara sin un peso y tuviera que caminar para ir y volver de la casa a la universidad o solo contemplar las ventas de antojitos en las cercanías de la Escuela de Humanidades de la UAP, ubicada en pleno centro histórico de la capital poblana.
Y como las virtudes se adquieren por repetición de actos, comprar para leer se convirtió en una constante que hasta hoy se conserva. Recuerdo bien que una vez comencé a trabajar, primero como instructor, en el departamento de Letras de la UNAH, esperaba el cheque, que caía puntualmente el día veinte de cada mes, para visitar la amplia sección de libros que mantuvo por varios años el supermercado La Colonia, o la librería Guaymuras, o el recién establecido café-librería Paradiso. En este último era fácil encontrar también libros de segunda a precios sumamente accesibles; así me hice de “Trilce” de Vallejo y de “Sóngoro cosongo” de Nicolás Guillén, por ejemplo.
Hoy, sigo enamorado de los libros. Me falta tiempo para dedicarles el que me gustaría, pero mantengo uno a mi lado siempre. Y sigo sintiendo el mismo placer de cuando tenía 8, cada vez que siento correr sus páginas por mis dedos.