24/04/2024
10:01 AM

La diáspora

Henry A. Rodríguez

Estudio y vivo en Pamplona, una pequeña ciudad al norte de España, con poco más doscientos mil habitantes y capital de la comunidad autónoma de Navarra. En su periódico local cada semana aparece una sección llamada “La Diáspora”, que recoge los testimonios de ciudadanos navarros en distintas partes del mundo.

Esta semana ha sido el turno de Francisco Javier Redín Sánchez-Ostiz, abogado y máster en intervención social de 28 años, originario de Zizur Mayor. Redín es voluntario, desde enero de 2020, de la fundación Fe y Alegría, de Honduras, con quienes colabora como educador social en El Progreso, Yoro. Cuando se le ha preguntado acerca de su experiencia, este joven navarro no ha dudado en afirmar “desde el primer momento me sentí conectado con Honduras, es un país maltratado por la droga y el narcotráfico; pero que no pierde la esperanza en salir adelante”.

Tampoco ha escatimado en describir a la gente como generosa, humilde, solidaria, “te comparte todo lo que tiene”, dice. Salta a la vista la calidez interpersonal de quien ha sido voluntario de la ONG Alboan en Colombia y vivido como “Au pair” en Friburgo, Alemania, no es para nada un improvisado de este tipo de experiencias, por eso ha llamado grata y poderosamente mi atención la delicadeza con que afirma que ha habido algo a lo que le ha costado adaptarse, “la tranquilidad y paciencia que caracteriza a los hondureños”. Si reparamos en esta afirmación nos daremos cuenta de que ambas palabras son virtudes. La “tranquilidad” puede ser entendida como un estado de calma, sinónimo de bienestar. Por su parte, la “paciencia” es una de las siete virtudes cardinales, que facilita la resiliencia, y nos hace soportar las dificultades y sufrimientos de la vida.

¿Por qué entonces le ha costado adaptarse? Sin afán de poner palabras en boca ajena, y haciendo uso responsable de mi derecho a interpretar, no solo como lector, sino como hondureño, creo entender muy bien a lo que Francisco Redín se refiere. Existe en nuestra cultura hondureña una tendencia a confundir la tranquilidad con la comodidad, y la paciencia con la pasividad. Esta combinación suele ser letal, traduciéndose no pocas veces en mediocridad, deformando así lo que podría ser virtud en un vicio. En palabras más castizas, Honduras suele ser percibido como un pueblo acomodado y resignado. Me niego rotundamente a creerlo. Los huracanes del año pasado hicieron sacar la casta de un pueblo solidario, creativo, humano y generoso, claro está que nunca faltan los antisociales, y no me refiero solo a los vándalos, sino también a los corruptos que escarnecen al pueblo a costa de su dolor.

Pero la mayoría de los hondureños somos distintos, gente honesta, trabajadora, humilde, que aún cree en Dios, que se desvive por acoger al extranjero y hacerlo sentir en casa, que es capaz de sonreír aun en medio de la desgracia y su pobreza, y que con una taza de café a mitad de la tarde carga baterías para seguir adelante, ese es mi pueblo. Sin embargo, no podemos obviar la perspectiva objetiva de los que nos ven desde afuera, ya que para transformar Honduras será imprescindible dejar atrás el conformismo, la pasividad, la comodidad y la mediocridad. Es hora de hacer las cosas diferentes, comenzando por un cambio personal, familiar, para lograr la transformación social que soñamos. Vivimos en una tierra bendita (aunque a veces solo desde la diáspora suele valorarse), es hora de hacerla fructificar, “Mirad: Yo he puesto esa tierra ante vosotros; id a tomar posesión de la tierra que el Señor juró dar a vuestros padres...” (Dt 1,8).