Una de las grandes historias de éxito de las últimas décadas, sorprendente, considerando las narrativas racistas y atávicas, es el enorme progreso del África subsahariana.
Sus indicadores de crecimiento económico han sido sostenidos a un 3-4% anual, y con el descenso inicial de las tasas de fecundidad se espera que esto produzca un dividendo demográfico importante las próximas décadas.
El continente, a finales del siglo XX, no presagiaba un ciclo de progreso considerable.
Una colonización acelerada, seguida de una descolonización irresponsable, dejaron a estos países poco preparados para autogobernarse (mucho más severa que la experiencia latinoamericana).
El ciclo de violencia, despotismo y atraso que siguió era el resultado natural.
Este fue agravado por la demanda de recursos naturales que promovió el autoritarismo y los enclaves económicos.
La guerra fría alimentaba los conflictos ya existentes, apertrechando las fuerzas militares y haciendo difícil la resolución orgánica de conflictos internos y promoviendo dictaduras caudillistas afines a su patrono.
Estados Unidos, Sudáfrica, Francia, Cuba, Arabia Saudita y la Unión Soviética (entre otros) usaron el continente como espacio de acción política y militar para sus propios intereses. Las potencias de Occidente han seguido viendo a África como un objeto de lástima, un problema migratorio (que lo seguirá siendo por algunas décadas), o una fuente de recursos naturales.
Esa imagen negativa tiene algún origen en la realidad, pero cada vez será más incompleta o falsa.