25/04/2024
04:38 PM

Globalización de la indiferencia

Hace un par de semanas, el papa Francisco ha señalado que unos de los fenómenos que más afectaba a la cultura contemporánea es una especie de “globalización de la indiferencia”. La frase me impactó desde que la leí por primera vez y la he “rumiado” con frecuencia en los últimos días. El Papa ha estado haciéndonos ver que los seres humanos, creyentes o no, cristianos o no, no podemos vivir aislados; la convivencia humana, entre las personas y entre los países, exige sentir como propias las necesidades del otro, porque no podemos buscar exclusivamente el bienestar particular y olvidarnos del que carece de todo o de casi todo. Un acontecimiento reciente al que se ha estado refiriendo constantemente Francisco ha sido el naufragio de un barco que llevaba a Italia inmigrantes ilegales, en el que perdieron la vida varias docenas de personas. Evidentemente, la indiferencia no es una actitud que se manifiesta en asuntos solo materiales: también podemos vivir de espaldas al prójimo cuando no lo escuchamos, cuando no lo comprendemos, cuando actuamos como si solo nuestra manera de pensar es válida o cuando nos importan un comino los sentimientos de los demás. Por lo mismo, la “globalización de la indiferencia” comienza en casa. La estamos viviendo cuando ponemos “cara de paisaje” al discurso a veces monótono, es cierto, de la esposa o de los hijos, o cuando ante los normales conflictos familiares no tendemos puentes de diálogo sino que los evadimos o hacemos prevalecer nuestros puntos de vista a la fuerza y pretendemos anular la opinión de los demás. Hice hace tiempo una encuesta entre adolescentes, a los que pregunté qué era lo que más les molestaba de sus padres; resultó una lista como de ochenta quejas, pero la más repetida tenía que ver con la “sordera emocional” de sus progenitores, con su falta de sintonía, con la típica actitud de estar por encima y más allá de los problemas, las inquietudes y las dudas propias de la edad y, por lo tanto, así lo indicaban ellos, los padres perdíamos así la oportunidad de ser interlocutores válidos, empáticos ante nuestros hijos. La indiferencia amplía y profundiza brechas generacionales, económicas, educativas, sanitarias, culturales, etc. El detalle es que los que estamos a un lado u otro de esta brecha vivimos en las mismas ciudades, nos cruzamos en las mismas calles, respiramos el mismo aire. No podemos seguir pensando que es posible perpetuarla sin que haya consecuencias sociales a corto o mediano plazo. Pero no debe ser el miedo la razón para buscar cerrarla; la razón debe ser otra. Y la primera que se me ocurre es el reconocimiento de la dignidad del otro. Este es motivo suficiente para transitar de la indiferencia a la tan necesaria solidaridad. No veo otro camino.