Yo veo llagado el cuerpo de Cristo en la historia nuestra, sus manos y pies, costado y cabeza, manando sangre que empapa la tierra, porque miles y miles sufren de extrema pobreza y tantos otros son asesinados con vil crueldad. Veo llagado y manando sangre del Cuerpo de Cristo en los niños desnutridos y las madres solteras, en los que se drogan y venden lo que sea para adquirir el maldito veneno que los aturde y hasta bestializa. La sangre de las manos, los pies y el costado del Cristo a borbotones riega nuestros campos y aldeas, ciudades y suburbios, dejando una mancha roja tan grande que clama al cielo, porque abarca todo el territorio de la patria nuestra dejando una estela de dolor, lágrimas y lamentos, luto y duelo.
Es espantosa la forma en la que se arrebata la vida a jóvenes, hasta niños y ancianos. Vergonzosa la forma en que se arranca la existencia de personas que mueren bajo capa de gran impunidad. Mucha gente muere, sus vidas destrozadas en las garras de crueles sicarios, éstos invadidos por el espíritu del diablo que intenta destruir toda la creación divina. Es doloroso ver cómo hay hombres que se prestan para aniquilar al próximo sin importarles siquiera si dejan niños huérfanos o viudas, ya que lo importante es recibir la paga por tan macabro trabajo. Ese dinero manchado de sangre será testigo en el juicio final de la alianza bestial entre Luzbel, demonio que vive de odio y blasfemias y los que mandan asesinar a cualquiera, repitiendo la historia de Caín matando a su hermano Abel, creyendo que su pecado no será descubierto ni aborrecido, cuando Dios todo lo ve y lo sabe, y queda todo registrado en el libro de la Vida.
“Pero retoñará la vara de Jesé, de su cepa brotará un vástago sobre el cual se posará el Espíritu del Señor: espíritu de sensatez e inteligencia, espíritu de valor y de prudencia, espíritu de conocimiento y respeto del Señor”, Isaías 11,1-2. Vendrá y ya llegó el Señor Jesucristo el salvador nuestro. Nació pobre en Belén y murió pobrísimo en la cruz, identificándose con las víctimas de la historia, para liberarnos del yugo de las tinieblas, de la opresión de la maldad, para hacernos hombres y mujeres nuevos, capaces de transformar el mundo caduco y pasajero, en Reino de Dios sobre la tierra, donde abunde la justicia y el respeto a la vida, se promueva el bien común y se defienda la dignidad humana, solidarizándose siempre con los más desposeídos.
Entonces el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos; un chiquillo los pastorea; la vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas, el león comerá paja como el buey. El niño jugará en agujero de la cobra, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente y no le hará daño”, Isaías 11, 6-8. Este es el sueño nuestro y de toda la humanidad: que se respete la vida y las creencias, que haya libertad de expresión y que nos reconciliemos, perdonándonos una y otra vez, buscando más aquello que nos une que lo que nos divide. Ese es el sueño nuestro: que vivamos en paz y sin miedo a que nos maten, crear un ambiente de comunicación y armonía, luchar por el derecho de formar hogares donde los niños crezcan sanos y vayan a la escuela, se hagan hombres de bien y conozcan y amen a nuestro Dios.
El sueño nuestro consiste en transformar las espadas en arados, los tanques de guerra en tractores, las armas nucleares en energía para uso del progreso humano, los cuarteles en lugares de servicio comunitario, el puño cerrado en mano abierta para dar y recibir, las cantinas y burdeles en centros de acogida para niños y ancianos, la venta de droga en distribución de medicinas a bajo precio, los sicarios en promotores de la paz, los explotadores del próximo en sus defensores. “Aquel día la raíz de Jesé se levantará como una bandera para los pueblos: a ella acudirán las naciones y será gloriosa su morada. Aquel día el Señor tenderá otra vez su mano para rescatar al resto de su pueblo”, Isaías 11,10-11.
Cristo, el que nació en Belén es el Salvador, el ungido del Señor y en él también nosotros somos ungidos, enviados por Dios para romper el muro que nos divide, para ser embajadores de la reconciliación, uniendo lo separado por el mal y promoviendo un mundo de paz y de amor. Todo esto es posible en Dios con quien somos invencibles.