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Diego Peres y la celebración de la palabra

  • 04 enero 2023 /

En la década de los sesenta, la Iglesia Católica hondureña experimentó posiblemente uno de sus mejores momentos de su larga historia de servicio. Motivada por la presencia de misioneros de otras nacionalidades, canadienses, españoles y estadounidenses, hizo una nueva lectura de la realidad, buscando en mejor forma las posibilidades de la feligresía nacional, para tomar conciencia de sus limitaciones y capacidades para reorientar la marcha del pueblo de Dios hacia el encuentro con el Padre.

Esos deseos fueron estimulados y apoyados tecnológicamente por el espíritu de Medellín de 1968 y la venida de Pablo VI al continente, en la primera visita de un sumo pontífice a estas tierras de Colón y de los huracanes.

En la zona sur de Honduras nació desde ese espíritu renovador la “Celebración de la Palabra de Dios”, una nueva metodología para enfrentar el principal problema de una iglesia que necesitándolo le negaban los sacerdotes necesarios para labrar la viña del Señor.

Llegué a Choluteca en 1968 para trabajar en la formación de los monitores de las Escuelas Radiofónicas y participar en la continuidad de la forja del liderazgo de los Celebradores de la Palabra. Allí conocí a muchos de ellos, hombres del campo, pobres la mayoría de ellos, quienes, alfabetizados y con una gran fe cristiana, podían participar en un ejercicio litúrgico que parcialmente prescindía los domingos del sacerdote como servidor en la misa, festividad central y obligatoria en la vida de los católicos.

Entonces conocí a los cubanos Alejandro López Tuero, Francisco Santana, Jesús Valladares; los canadienses Eloy Roy, Pablo Guilllet, y al español Diego Peres. Vestido de blanco, de suave andar – pasito de cura, le decía– y con la costumbre de usar la camisa abotonada, sin corbata. Diego me impresionó con su tranquila visión de Dios, la seguridad que el reino suyo avanzaba y que había un plan de salvación obligado a identificar. Austero hasta el infinito, con la palabra reposada y la confianza que el pueblo daba las soluciones, trabajó con los equipos que dieron forma a los primeros “misales” para lograr que los líderes más calificados de cada comunidad pudieran dirigir la liturgia dominical, en la cual el pueblo convergiera a la mesa del Señor, abrevando sus esperanzas y tomando fuerzas para avanzar, mediante su Palabra, leída por el mejor de entre ellos.

Diego trabajó junto con otros sacerdotes en la preparación de aquel “misal” campesino, que contenía las lecturas más adecuadas y de acuerdo con un año litúrgico propio, centrado en el ciclo agrícola campesino. Desafortunadamente, el movimiento fue asimilado y los celebradores fueron vistos como curas descalzos. En vez de nuevos miembros de la evangelización que, siendo campesinos, como los primeros discípulos de Jesús, seguían laborando y ganándose la vida como todos.

Diego Peres dejó la sotana y organizó un hogar ejemplar con Graciela Villavicensio. En 1977 lo despedí en Toncontín. En broma le pedí que no volviera. Y me hizo caso. El 2019 le vi –con María Vargas y Nery Gaitán– en Sevilla durante el Congreso Internacional de la Lengua, donde Diego asistió a escuchar las posturas y opiniones de especialistas comprometidos con la palabra y su uso. Nos ofreció una cena en su casa, y como al día siguiente nos veríamos con Vargas Llosa me regaló su ejemplar de “Conversaciones en la catedral”. Hablamos sobre Honduras y lo que habíamos hecho por el cooperativismo. Le brillaron los ojos, estimulado por los recuerdos.

Hace pocos días murió. Tranquilo y sereno, respaldado por su fe y su mansedumbre. Graciela me llamó para darme la noticia. Desde Honduras estas palabras flores sobre su tumba.

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