Del macartismo a la cultura apolítica posmoderna

El efecto más corrosivo de esta cultura apolítica es la exclusión - a menudo deliberada- de ciudadanos capacitados, empáticos y competentes.

El macartismo, entendido no solo como un episodio histórico de persecución en los Estados Unidos durante las décadas de 1940 y 1950, sino como un paradigma político-cultural de estigmatización del disenso, ofrece una clave interpretativa fundamental para comprender la génesis y la naturalización del desprecio hacia la participación ciudadana en la política. El fenómeno original- la caza de “subversivos” mediante listados, audiencias y despidos- mostró con brutal eficacia cómo un aparato moral y mediático logra convertir el compromiso ciudadano en sinónimo de peligro social.

A este respecto, la historiadora Ellen Schrecker nos recuerda que la caza de brujas no fue un incidente aislado, tal como lo podemos apreciar en la cita textual del epígrafe del título (Schrecker, 1998, p. 3). Esta observación nos exige reflexionar sobre la continuidad de sus efectos: no solo el daño inmediato a los perseguidos, sino la sedimentación de una sensibilidad colectiva que, a largo plazo, asocia la acción política al riesgo, peligro, marginalidad y ruina personal.

Si aceptamos la formulación de Schrecker como un diagnóstico de la época, entonces es posible argumentar que el macartismo produjo una externalidad cultural duradera, en tanto normalización de la apoliticidad como mecanismo de autoprotección. Sin embargo, este trasvase no ocurrió por simple inercia histórica, puesto que requirió la acción intencional de las instituciones políticas, mediáticas y económicas que vieron en la desmovilización ciudadana una ventaja estratégica para la preservación del “statu quo”. La apolítica, por consiguiente, no es solamente la ausencia de lo político, sino su desplazamiento hacia una esfera de resignación e indiferencia inducida. Al respecto, el sociólogo Richard Hofstadter, al analizar las corrientes conservadoras americanas, ya nos había advertido que el anticomunismo podía convertirse en una “forma de vida intelectual y política” (Hofstadter, 1964, p. 5), sugiriendo que el efecto perdurable fue la creación de hábitos cognitivos y afectivos que desincentivan la participación crítica.

Trasladada a Hispanoamérica y Europa, esta formación afectiva y normativa experimentó reconfiguraciones específicas, pero mantuvo su lógica esencial: estigmatizar al participante crítico y presentar la abstención como una virtud “prudente”. Así nos fue...

Puntualmente, en Hispanoamérica, donde las memorias de represión estatal, golpes de Estado y censura son recientes, la lección fue doblemente severa: participar podía significar persecución directa y muerte. Además, los discursos hegemónicos se encargaron de asociar la politización con el radicalismo o la violencia. Como señaló Boaventura de Sousa Santos respecto a las formas contemporáneas de exclusión, la marginalización política está profundamente entretejida con proyectos epistémicos y sociales que deslegitiman saberes y actores alternativos: “En la modernidad, la exclusión no es solamente política y económica; es también epistémica” (Santos, 2010, p. 15). De esta forma, la apolítica se alimenta tanto de memorias traumáticas como de estrategias discursivas que amplifican temores y consolidan la distancia entre la ciudadanía y la deliberación pública.

En Europa, por su parte, la dinámica fue sutilmente distinta, pero afín en el resultado. Tras la Segunda Guerra Mundial, la construcción de la estabilidad democrática implicó el confinamiento del debate público dentro de los parámetros consensuales que excluían alternativas consideradas subversivas. Jürgen Habermas, aun siendo un férreo defensor del espacio público racional, señaló las consecuencias perniciosas de un espacio mediado por intereses económicos que vacían la deliberación ciudadana: la “colonización del mundo de la vida por el sistema” erosiona la capacidad de la sociedad civil para reproducir normas y legitimidad (Habermas, 1987/1992, p. 172). Desde esta perspectiva, la apoliticidad tiene, pues, un origen estructural: no se trata solo de un miedo individual, sino de condiciones materiales y mediáticas que hacen de la abstención la opción más fácil y aparentemente racional.

El efecto más corrosivo de esta cultura apolítica es la exclusión - a menudo deliberada- de ciudadanos capacitados, empáticos y competentes. Este proceso opera mediante una combinación de técnicas: el etiquetado, el desprestigio profesional, la sensación de peligro personal, la mercantilización de los espacios públicos y la canalización de la educación cívica hacia una gestión técnica y despolitizada de los asuntos comunes. Recordemos que Hannah Arendt, al analizar la esfera pública y la acción, remarcó la naturaleza esencial de la política como el espacio donde la libertad y la pluralidad se realizan: “La política aparece donde los hombres actúan juntos, hablan y actúan en común” (Arendt, 1958/1998, p. 7). Así, la apatía por lo político fragmenta esta acción compartida y relega la labor pública a una tecnocracia dirigida por inútiles que, inevitablemente, vela por la continuidad de estructuras ya existentes, dificultando el acceso de agentes transformadores.

La herencia del macartismo revela que el combate contra la apolítica no es solo técnico o estructural, sino ético y estético, justamente porque requiere reconstruir imaginarios de lo público en los que la acción conjunta aparezca como valiosa, digna y posible. En suma, resultan imprescindibles prácticas culturales que rehumanicen el debate, que transformen la enemistad en desacuerdo argumentado y que desafíen los relatos que asocian peligro a la diferencia.

Ante este panorama, la tarea normativa es doble: desmantelar los mecanismos de exclusión y cultivar instituciones y prácticas que hagan la participación atractiva y segura. La reflexión final se impone, no como un resumen, sino como una apertura a la acción ética. La primera tarea que le cabe al ciudadano consciente es la de afinar el juicio para distinguir en la comunidad inmediata entre una retirada política que es legítima y aquella apolítica que es inducida por el miedo o la coacción sistémica. ¿Cómo asegurar, de hecho, que la desmovilización masiva no sea el resultado de un terrorismo suave y estructural, y que la abstención sea una elección crítica y no una rendición? El desafío ético se complejiza al enfrentar el futuro de la acción cívica: ¿es posible que la imaginación política construya formas de participación que no reproduzcan los antagonismos profundos y destructivos, pero que al mismo tiempo garanticen la justicia distributiva y la pluralidad irrenunciable en el espacio público?

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