“Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11,25). Este pasaje del evangelio de San Juan ilumina las dos celebraciones que por tradición se viven en la Iglesia como si fueran una sola, el día 1 de noviembre celebramos la solemnidad de todos los Santos y el día 2 de noviembre, la memoria de todos los fieles difuntos.
Ambas celebraciones evocan la realidad última de la vida; la eternidad y el estado final de la existencia. La muerte desde siempre ha representado para el ser humano la experiencia límite por antonomasia, pues contrasta su lucha de superación constante, con su debilidad, su voluntad de vivir y perdurar, frente a lo efímero de su devenir. De aquí que para muchos la perspectiva cristiana de la eternidad, no es, sino, una forma de enajenación y escapismo religioso ante el sin sentido de la muerte. Y hasta cierto punto tienen razón, porque creer que el final de la existencia es la impotencia y la frialdad del sepulcro, es cruel y profundamente triste. Por ello nos recordaba el papa Benedicto XVI, “El hombre desde siempre se ha preocupado de sus muertos y ha tratado de darles una especie de segunda vida a través de la atención, el cuidado y el afecto. En cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de vida y, de modo paradójico, precisamente desde las tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos, descubrimos cómo vivieron, qué amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son casi un espejo de su mundo”. Es precisamente esta rebeldía del alma humana, que no concibe que su propia existencia, reflejo de la existencia del creador, pueda acabar de una forma tan fútil, la que nos ofrece la prueba definitiva que la muerte no es el final. Pues un ser mortal no podría por sí solo ni siquiera imaginar la inmortalidad, si no le viniera ofrecida, dada y otorgada por un ser superior. Soñamos con la eternidad porque hemos sido creados por Dios para ella, y salvados por Cristo para poseerla. La solemnidad de todos los santos y la memoria de todos los fieles difuntos deben ayudar a los cristianos, a recordar que solamente aquellos que son capaces de reconocer que, tras la muerte, hay algo más, podrán cultivar una vida basada en la esperanza. Pues si reducimos todo solo al presente y lo inmediato, entonces la existencia misma pierde su significado más profundo, su trascendencia, su capacidad de poseer un norte auténtico.
El hombre necesita de la eternidad, para sostener cualquier otra esperanza, porque su tiempo en el aquí y el ahora es demasiado efímero, limitado y frágil, para contener las ganas de vivir de un alma, que ha sido creada para vivir por siempre. “Porque ya es nuestra la salvación, pero su plenitud es todavía objeto de esperanza”. (Rom. 8,24).