En el caso de Charlie Gard, el bebé británico enfermo que murió el 28 de junio, a cuyos padres se les negó el derecho de intentar un tratamiento experimental a pesar de contar con un médico dispuesto y el dinero para pagarlo, hay una pregunta difícil y una fácil.
La pregunta difícil es cuando la intervención médica se vuelve extrema y carente de sentido, ¿cuándo se debe permitir que sigan su curso la enfermedad y la muerte?
La pregunta fácil, cuya respuesta hace que este caso sea una parodia de moral es ¿quién debió responder a la pregunta difícil: los médicos y jueces o los padres de Charlie?
Gran parte de la confusión en torno de este caso se debe a un brinco en falso entre las dos preguntas. Ya que la primera es tan difícil, se supone que la segunda también debe ser complicada. Ya que uno puede dudar de la prudencia del curso deseado por los padres –han reunido más de un millón de dólares para pagar un tratamiento que nunca se ha probado para esa enfermedad precisa, en un niño cuyo cerebro quizá haya sufrido daños irreversibles– debe aceptar la posibilidad de que sea invalidado por los médicos de Charlie y los tribunales.
Ese brinco es un error peligroso por varias razones. Primero las más obvias: los derechos de los padres son esenciales para la arquitectura de una sociedad libre. Y los padres son quienes más toman en cuenta los intereses fundamentales de sus hijos. Intervenir a nombre de expertos en contra de la familia a veces es necesario pero siempre es peligroso, preñado de tentaciones totalitarias a las cuales no es inmune el Occidente moderno.
No hay señales de que en este caso sea necesaria dicha intervención. Quizá sea inútil probar un tratamiento de último recurso en un hospital de Estados Unidos, pero difícilmente es indignante. Y efectivamente no sería más indignante si los Gard hubiera reunido el dinero para llevar a su hijo agonizante en peregrinaje a Lourdes o a algún sitio New Age. Anular el juicio de los padres respecto al manejo de la inminente muerte de su hijo debe requerir no un simple desacuerdo sino verdaderas evidencias de crueldad o incapacidad, algo que nadie dice que esté presente en este caso.
A estas consideraciones morales básicas hay que agregar dos cuestiones con la mirada puesta en el futuro. El poder de los expertos para negar tratamiento a quienes no puedan pagarlo va a aumentar en un Occidente donde los gobiernos tienen que asumir la mayor parte de los gastos médicos de una población cada vez más vieja. Y es necesario; ni el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido ni Medicare en Estados Unidos, ni ningún otro sistema puede pagar cada tratamiento que pueda buscar un ciudadano enfermo o agonizante.
Y ya sea una compañía de seguros o una junta médica del gobierno, alguien debe de tener la facultad de decir que no.
Pero esa necesidad fiscal conlleva dos tentaciones. La primera, y la más peligrosa, es considerar que las enfermedades son problemas costosos que hay que resolver, no solo limitando los tratamientos sino apresurando activamente la muerte. Por ese camino están los suicidios asistidos y la eutanasia, no exactamente voluntaria, que se están volviendo cosa convencional en algunos de los vecinos cercanos de la Gran Bretaña y cuya larga sombra oscurece el debate sobre Charlie Gard.
La segunda tentación institucional no es hacia una maldad activa sino hacia el embotamiento, el pensamiento de rebaño y el estancamiento. Se establece una triada de médicos, aseguradoras y juntas del Gobierno, se les dice que deben establecer normas previsibles respecto de los tratamientos que van a estar cubiertos e, inevitablemente se van a oponer a muchos de los experimentos gracias a los cuales avanza la ciencia médica. Y en ese caso, sería más necesario que nunca conceder a familias e individuos la libertad de rechazar el consenso y pagar opciones más radicales si pueden hacerlo.
Claro, en la medicina occidental se exageran mucho los tratamientos costosos. Pero también hay incontables enfermedades en las que el progreso es desesperadamente lento o nulo, muchísimos padecimientos en los que la sabiduría oficial puede estar equivocada, como lo han demostrado los famosos lineamientos federales sobre alimentación, así como muchos misterios que la ciencia médica, pese a todo su genio, no ha podido desentrañar.
Cualquiera que haya visto morir de cáncer a un amigo joven, que haya batallado con una enfermedad crónica, o que haya sido afectado –como la familia Gard– por una enfermedad tan rara que no está estudiada debidamente, sabe que en la peor de las situaciones médicas el consenso de los expertos solo puede llegar hasta cierto punto. A final de cuentas, cada quien tiene que decidir con información a veces imperfecta y personal, sabiendo que todas las opciones pueden ser malas. Y en este oscuro territorio, no es la confianza en los expertos sino una mezcla de esperanza y desesperación lo que lleva a avances y encontrar curas.
Un tratamiento adicional para el pobre de Charlie probablemente no llegaría a nada. Pero si algún día se encuentra una cura para ese padecimiento, será porque alguien o una sucesión de algunos probaron cosas que los expertos dijeron que no iban a dar resultado.
Es a nombre de ese futuro, así como a nombre de sus derechos como padres de Charlie, por lo que se debió permitir que los Gard trataran una última vez de salvar a su pequeño hijo.
