Tatiana Andia, la mujer que impulsó el derecho a una muerte digna, empezando por la suya

Andia decidió convertirse en un ejemplo para ayudar a los colombianos a aceptar una mejor forma de morir tras ser diagnosticada con un cáncer terminal.

  • 12 de agosto de 2025 a las 13:50 -
The New York Times

Por: Stephanie Nolen/The New York Times

BOGOTÁ, Colombia — La multitud estaba llena de expectativa cuando Tatiana Andia tomó el micrófono: para muchos de los presentes era una heroína, la mujer que negoció precios más bajos de medicamentos para Colombia. Pero ese día, en una conferencia para legisladores y académicos sobre el derecho a la salud en Latinoamérica, había un tema más íntimo que quería abordar.

“Hace un año me diagnosticaron un cáncer de pulmón terminal”, comenzó, “uno que es incurable, catastrófico, todos esos adjetivos terribles”.

Todo en la sala de conferencias quedó inmóvil.

Andia, de 44 años, profesora y ex funcionaria del Ministerio de Salud de Colombia, dijo que no hablaría como experta, sino como paciente. Un tema particular sobre el derecho a la salud ocupaba su mente últimamente, dijo: el derecho a la muerte. Nadie, continuó, quiere hablar conmigo sobre la muerte.

“¿Por qué no podemos hablar de una muerte digna cuando hablamos del derecho a la salud?”, cuestionó.

Ese día, hace un año, Andia concluyó su presentación en Cartagena, Colombia sin entrar en detalles sobre cómo y cuándo moriría. Pero llevaba meses haciendo planes.

Colombia tiene 10 años de permitir la muerte asistida por un médico —conocida como eutanasia. Fue el primer país en Latinoamérica en permitirla, uno de los pocos del mundo en ese entonces, impulsado por un tribunal superior liberal a petición de un paciente terminal que buscaba una muerte acelerada.

Pero, como Andia estaba descubriendo, la existencia en papel del derecho a controlar la muerte propia era solo un primer paso. A pesar de las políticas liberales, la muerte asistida sigue siendo poco común en Colombia, bloqueada por barreras institucionales en la conservadora cultura médica del País y la incomodidad de hablar sobre la muerte. Es una situación que se desarrolla en una oleada de otros países, desde Argentina hasta Francia, que están introduciendo o ampliando el acceso a la muerte asistida: a veces, la ley se adelanta a lo que una sociedad puede aceptar.

Así que Andia decidió que su último acto en una trayectoria de luchar en pro de la atención médica sería convertirse en un ejemplo para ayudar a los colombianos a aceptar una mejor forma de morir.

Tenía claro qué sería tolerable para ella en el tratamiento de su enfermedad y qué nunca podría aceptar. Tendría la muerte que deseaba. Estaba segura de ello.

En julio del 2023, después de una excursión con su esposo, Andia consultó a un médico en Bogotá por un dolor agudo en la espalda. Los exámenes mostraron que la causa eran tumores que rodeaban su columna vertebral —metástasis de un cáncer de pulmón incurable.

Muerte digna

Andrea Zuluaga, una oncóloga, describió opciones de tratamiento que podrían prolongar su vida. Andia tenía una pregunta diferente: ¿Cómo mueren las personas con esto?

Zuluaga respondió con franqueza: Es un cáncer de pulmón, así que la mayoría de las veces se asfixian.

“Eso no sonaba bien”, relató Andia más tarde entre risas.

Evitar eso se convirtió en su objetivo. La pregunta era cómo hacerlo.

La muerte médicamente asistida había sido despenalizada en el País en 1997, pero ningún gobierno colombiano quería redactar la ley que permitiera una práctica tan controvertida. El tema languideció hasta el 2013, cuando el máximo tribunal del País —impulsado por otro paciente terminal— ordenó al Ministerio de Salud que redactara regulaciones de inmediato.

El enfoque de Andia en el Ministerio era liderar un esfuerzo por poner un tope al precio de los medicamentos esenciales. Las regulaciones que implementó se convirtieron en un modelo para otros países en desarrollo.

Tras esa victoria, dejó el Ministerio y se convirtió en profesora de sociología en la Universidad de los Andes. La muerte asistida rara vez le cruzó la mente —hasta que se halló enfrentando un cáncer terminal a los 43 años.

Sabía que las normas colombianas para la muerte asistida estaban entre las más amplias del mundo; el procedimiento está permitido para pacientes con sufrimiento insoportable, independientemente de si su enfermedad es terminal o no.

Pero eso no significaba que supiera cómo llevarlo a cabo. Pocos lo sabían. Los médicos, incómodos con la idea de poner fin a vidas, no lo habían fomentado, y para el 2023, sólo uno de cada tres hospitales había formado los comités de revisión necesarios. Y las compañías de seguros médicos, que nominalmente se encargan de organizar las muertes asistidas, son tan burocráticas que las personas mueren de enfermedad o se dan por vencidas antes de tener acceso.

Como resultado, las muertes asistidas siguen siendo inusuales. Entre el 2015 y el 2023, hubo 692 muertes médicamente asistidas en un País de 53 millones de personas.

Menos de un mes después de su diagnóstico, Andia decidió que haría una crónica de su camino hacia la muerte. Comenzó a escribir una columna en un periódico y a aparecer regularmente en podcasts y programas de televisión.

Andia enumeró sus “líneas rojas”, los puntos no negociables. No permitiría una cirugía cerebral. No se sometería a quimioterapia, que la debilitaría sin prolongar significativamente su vida. Moriría antes de perder su autonomía física y su capacidad para pensar con claridad.

Pero había un tratamiento que aceptó probar: una inmunoterapia que podría darle más tiempo. Era una pastilla diaria con efectos secundarios limitados.

Durante siete meses, ese medicamento mantuvo el cáncer bajo control. Andia tomó un premiso de la docencia, al igual que su esposo, Andrés Molano, también profesor. Viajaron para ver a sus amigos, organizaron fiestas y bailaron salsa, muy juntos.

Para las personas que tomaban el medicamento, los modelos estadísticos pronosticaban un año de supervivencia en promedio.

En febrero del 2024, comenzó a tener dolores de cabeza tan insoportables que no podía decir su propio nombre. La visión de su ojo izquierdo comenzó a disminuir. La terapia había dejado de funcionar y ahora tenía tumores en el cerebro.

Zuluaga quería que se sometiera a una radiocirugía, una radiación dirigida a los tumores cerebrales, que podría detener los dolores de cabeza y darle otra pausa. Ella aceptó, aunque había descartado procedimientos en el cerebro. “Si me estoy divirtiendo y tengo buena calidad de vida, ¿por qué no hacer un viaje extra para ver a mis sobrinas, mi familia y mis amigos?”, dijo en mayo del 2024.

Un año después de su diagnóstico, Andia dependía cada vez más de Molano. La mañana de su discurso en Cartagena, intentó ponerse un traje de una sola pieza y se enredó en él porque su pierna izquierda estaba cada vez más entumecida. Molano la ayudó a ponerse un vestido que se deslizaba fácilmente por la cabeza y luego le ató las tiras de las alpargatas.

Tatiana Andia y su esposo, Andrés Molano, en Cartagena, Colombia, el año pasado. Tras un diagnóstico de cáncer, decidió relatar públicamente su muerte. (Federico Rios para The New York Times)

Ella pensó que este tipo de dependencia sería intolerable, pero aún no estaba lista para morir, incluso cuando Molano tenía que guiarla con delicadeza para sortear obstáculos y mover la comida de su plato hacia la derecha, porque había perdido la vista del ojo izquierdo. Tenía las piernas cubiertas de moretones por los golpes.

Andia había solicitado que su compañía de seguro médico organizara su muerte asistida, pero nadie respondió a sus llamadas ni correos electrónicos. Llamó a un alto ejecutivo que conocía de su trabajo en el Ministerio y le dijo sin rodeos que su solicitud de morir estaba siendo obstaculizada.

Después de eso, su expediente avanzó rápidamente.

En agosto, Andia sufrió una convulsión grave. En el hospital, los médicos dijeron a Molano y al padre de Andia que tenían que intubarla o moriría. Los dos estaban devastados: ella tenía una solicitud clara de “no reanimar” y estaba en proceso de solicitar la muerte asistida. Pero ese tipo de planeación anticipada era tan poco común en Colombia que los médicos iniciaron la intervención. Sólo se detuvieron cuando la oncóloga de Andia irrumpió en la habitación e insistió.

Andia recuperó la consciencia. Un psiquiatra acudió a evaluarla. Estaba profundamente debilitada, pero logró demostrarle que llevaba más de un año escribiendo sobre su intención de morir.

Él autorizó su derecho a rechazar el tratamiento —y a recibir una muerte asistida.

La recuperación de Andia fue dolorosa y lenta. “No hay días buenos, solo días soportables”, dijo.

Para enero, las fronteras de su mundo se habían reducido. Lo que la atormentaba ahora era cómo sus seres queridos afrontarían su muerte.

Sin embargo, sentía la urgencia de actuar antes de perder la capacidad.

La mayoría de las muertes asistidas se realizan para pacientes con cáncer, pero incluso en el Hospital Nacional de Cáncer de Colombia, el equipo de oncología de Andia no sabía cómo organizar el procedimiento. Una vez más, tuvo que recurrir a sus contactos para acelerar el proceso. Su solicitud fue asignada a Paula Gómez, anestesióloga cardíaca del instituto, quien realiza casi todas las muertes asistidas allí.

Pero Andia quería morir en casa. A principios de febrero, le dijo al hospital que era hora. Para entonces, Andia sufría dolor insoportable, con la mente embotada por los medicamentos que nunca aliviaban por completo el dolor de los tumores.

Hizo listas de las cosas que había perdido —la capacidad de bajar la escalera de caracol; de llevarse una taza de café a los labios; de escribir un mensaje sarcástico; de bailar pegada a Molano— para intentar justificar por qué, finalmente, elegía morir.

Andia publicó su última columna el 26 de febrero, bajo el título “Se acabó la fiesta”. “Yo misma simplifiqué demasiado la eutanasia”, escribió. “Pero no es tan fácil, no es sólo una formalidad. Como muchos otros derechos fundamentales, es bueno y tranquilizador que exista en papel, pero ejercerlo en la práctica es otra historia”.

Para entonces, decenas de miles de colombianos seguían su historia. “Se acabó la fiesta, precisamente porque dejó de ser fiesta y se convirtió en un calvario”, escribió. “Me despido con dignidad”.

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Esa mañana, Gómez entró en la recámara donde yacía Andia con uno de sus gatos. Su padre y dos de sus hermanos estaban sentados cerca. Gómez se presentó.

“Tatiana, soy Paula, y estoy aquí para tu último deseo”, dijo.

Boris, un hermano de Andia, cantó canciones infantiles, y la voz tenue de Andia se le unía en un débil dueto. Su padre la abrazó por última vez y salió de la habitación. Su esposo se acostó a su lado y la tomó en sus brazos. Gómez le inyectó primero un sedante y luego un medicamento que le detuvo el corazón.

Esa noche, su muerte fue anunciada en los noticieros nacionales de Colombia. Salió en todos los periódicos. Su trayectoria fue celebrada. Ninguna noticia mencionó que había fallecido mediante muerte asistida.

©The New York Times Company 2025

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