Por: Alli Kushner/The New York Times
Conté 26. No, 27. Un momento, ¿se fue una volando?
Hace varios años, en un frío día de invierno, me senté en las escaleras de piedra del Museo Americano de Historia Natural en Nueva York contando palomas como si fuera la tarea más importante del mundo. Yo. Una mujer adulta con una maestría y un trabajo en una importante empresa tecnológica. Madre de una adorable niña.
Madre. La palabra aún me resultaba extraña seis meses después de dar a luz. Madre. Mamá. Mami. Me dijeron que se sentiría natural. Que adoptaría el papel como si nada. Que me enamoraría al instante.
Mintieron.
Semanas antes, había estado parada en un andén del metro preguntándome qué se necesitaría para que alguien saltara. Yo no. No precisamente. Pero me lo preguntaba. Y preguntármelo no se sentía dramático ni urgente —se sentía casual. Como elegir entre café helado o caliente. Eso fue lo que me heló la sangre más tarde, al ver a la paloma número 28 aterrizar junto a las demás. No que tuviera el pensamiento, sino lo normal que me pareció.
Mis manos se entumecieron de frío al sacar otra nuez de la india garapiñada de mi bolsillo. Las había comprado cerca del Rockefeller Center y sostuve la bolsa de papel caliente mientras cruzaba Central Park hacia el museo.
Sentada en los escalones, ya estaban frías. Debería haberme ido a casa. Mi bebé estaba allí, riendo, empezando a gatear.
Mi bebé. Otra frase que no encajaba del todo. Como si calzara los zapatos de otra.
Me la habían extraído meses antes. Una cesárea de urgencia. Temblando en la mesa de operaciones como si me hubieran metido en un congelador, como si me estuvieran descuartizando.
“Es preciosa”, dijeron entre el tintineo de los instrumentos metálicos. Temblé, esperando que me invadiera. La oleada de amor. La alegría desbordante. El instinto maternal que presuntamente llevo en el ADN.
Una enfermera la colocó sobre mi pecho. Tan diminuta. Poco más de dos kilos y medio. La sostuve. Sonreí a pesar de la morfina para esa primera foto, con los ojos vidriosos. Me veía feliz. Debería haber sido feliz. Pero seguía esperando.
Nada.
Seis meses después, seguía esperando.
Mi esposo me vio desaparecer. “Necesitas ayuda”, decía. A veces en voz baja, a veces con desesperación. A veces con lágrimas en los ojos.
“Estoy bien”, decía yo con voz hueca. “Sólo cansada”.
Sólo muriendo por dentro.
El Centro de Maternidad de Nueva York. Incluso el nombre me daban ganas de gritar. Maternidad. Como si fuera un club al que me moría por pertenecer.
“Bienvenida al Centro de Maternidad”, imaginé que diría una anfitriona. “¿Puedo ver su tarjeta de socio? Ah, aquí dice que no está segura de querer a su bebé. Temo que tendrá que esperar afuera”.
Pero no era un club. Era un programa psiquiátrico ambulatorio. Cinco días a la semana, cinco horas al día.
Durante la llamada de admisión, me quedé mirando los labios de la mujer que se movían en mi pantalla, convencida de que la estaba engañando. Después de responder a sus preguntas, le diría a mi esposo que yo estaba bien. En lugar de ello, le preguntó si podía unirme al día siguiente.
Todo lo que recuerdo de esos primeros seis meses son fragmentos, piezas dentadas que no encajan. Haber hurgado entre la basura en una acera durante una ola de calor, haber llorado por un objeto familiar tirada sin querer. Haber llamado a una inmobiliaria en Nueva Orleans para preguntar por departamentos tipo estudio, solo para mí, mientras en mi cabeza gritaba: “¿No sabes que me estoy desmoronando? ¿No te das cuenta de que estoy planeando abandonar a mi bebé?”.
El momento en que mi esposo finalmente dijo: “O buscas ayuda o no sé qué va a suceder”. Se le quebró la voz. El ultimátum pendía entre nosotros como una tercera persona en la habitación.
Cinco horas al día en sillones reclinables dispuestos en círculo, como una extraña pijamada a la que nadie quería ser invitado.
Todo el ambiente parecía un santuario, si no una invitación, a un colapso emocional. Un entorno cuidadosamente construido donde desmoronarse no sólo era aceptable, sino esperado. Donde la iluminación tenue, las máquinas de ruido blanco zumbando en un rincón y las voces deliberadamente suaves parecían susurrar: “Adelante. Este es el lugar. ¡Desplómate!”.
Los sillones reclinables parecían una admisión de que no podíamos esperar que ninguna de nosotras se mantuviera erguida bajo el peso de lo que sentíamos, de la maternidad.
Me senté en ese círculo el primer día, con el cuerpo rígido, la mandíbula tan apretada que me dolían los dientes. Estas mujeres necesitaban ayuda. Estas mujeres estaban batallando. Yo no. Yo estaba bien. ¡Bien!
Fui corriendo a recepción y dije: “Me voy. No pertenezco aquí”.
La recepcionista simplemente asintió.
La Ciudad me absorbió al día siguiente. Caminé durante horas. Mi mente estaba en otra parte.
Me senté en el suelo de la Plaza Herald hasta que un policía me preguntó si estaba bien.
“Bien”, dije. Siempre bien.
Luego, las escaleras del museo. Y las palomas. Veintinueve ya.
Volví al Centro de Maternidad al día siguiente. No porque quisiera. Sino porque contar palomas en las escaleras del museo en invierno no era algo que hiciera la gente que está “bien”.
Toda mi vida había sido capaz. Independiente. La que siempre lo tenía todo bajo control. ¿Y ahora? Pasaba mis días haciendo terapia mientras mi hermosa niña estaba con alguien más. Un campamento de verano para madres rotas.
Me llevó una semana decir: “A veces no siento nada cuando la miro. A mi hija. Nada. Como si estuviera viendo a la bebé de una desconocida. Fantaseo con escaparme. Simplemente empacar una maleta pequeña y desaparecer. Me paré en un andén del metro preguntándome qué se necesitaría para que alguien saltara. No sé si la amo”.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire mientras esperaba el juicio. Las exclamaciones. En lugar de ello, recibí asentimientos y miradas de comprensión.
El viaje no fue lineal ni limpio. Hubo días en los que me sentí casi normal, seguidos de caídas tan profundas que temí estar perdida para siempre. La sanación tuvo que ver tanto de encontrar compasión por mí misma como de sentir amor por mi hija. Perdonar a la mujer que no estaba experimentando lo que “se suponía” que debía experimentar.
Entender que el amor no siempre cae de rayo. A veces es una planta de crecimiento lento que necesita cuidados.
Mi cuerpo creó vida. Fue cortado para traer esa vida al mundo. Y absolutamente nadie me preparó para lo que vino después de que terminaron los mensajes de felicitación y los regalos.
Las tarjetas con sus floridos mensajes sobre la dicha materna. Los mamelucos con “Amorcito de Mamá” estampado en el pecho —todas esas cosas que marcaban una ocasión de alegría a la que no podía acceder. Ninguna contenía el amor que se me había prometido que llegaría. Ninguna venía con instrucciones sobre qué hacer cuando, después de que las visitas dejaron de llegar y los mensajes disminuyeron, me quedé sola con una desconocida que se parecía un poco a mí, pero no provocaba nada en mi corazón.
Quería la maternidad que prometían en los anuncios de pañales, con luces suaves y sonrisas cariñosas. Esas en las que el cansancio aún luce hermoso y los retos se resuelven en montajes de 30 segundos. En cambio, recibí meses de esto. Crudo. Brutal. Transformador de maneras que nunca pedí.
Todavía no sé exactamente cuándo empezó a disiparse la niebla. Pero recuerdo la primera mañana que me desperté y no sentí miedo ni ganas de correr de inmediato. La primera vez que oí reír a mi hija y sentí un crujido en el pecho. La primera vez que alguien me preguntó: “¿Qué tal la maternidad?”. Y no fingí alegría.
Después de otro bebé e incontables sesiones de terapia, todavía hay días en que miro a mis hijos y siento una momentánea desconexión: ¿Quiénes son estos pequeños humanos y cómo surgieron de mí? Como cualquier madre, me molestan los interminables gritos de “¡Mamá!”. Me impaciento, me frustro y me agoto. Pero también siento verdadera alegría y un profundo amor.
Hoy cuando paso por el museo y veo esas palomas en las escaleras, a veces las cuento en silencio como recordatorio de dónde he estado y lo lejos que he llegado. Y a dónde voy: a casa, para estar con mi familia.
©The New York Times Company 2025