En la zona de la Rivera Hernández la conocen como la abuela de todos porque por sus manos ha pasado la vida de miles de sus vecinos. Prueba de ello es que cierta vez que Esperanza Rosales asistió a la ceremonia de graduación del centro de educación básica José Antonio Peraza, del lugar, se encontró con que de los 70 muchachos que estaban recibiendo su diploma, 65 habían nacido de partos asistidos por ella.
Se sintió la comadrona más feliz del mundo porque había llegado a los actos como madrina de uno de los graduados y resulta que salieron 65 diciéndole abuela.
Para doña Esperanza, la virtud de traer criaturas ajenas al mundo es un título que Dios le dio. Aprendió a hacerlo con ella misma cuando con sus manos “bendecidas por Dios” trajo al primer hijo que parió a los 17 años en su natal pueblo de Olanchito, Yoro.
Su madre no le ayudó para nada porque ya se lo había advertido: “Usted sola salió embarazada, usted sola mire cómo se las arregla”. La cipota no sabía ni jota de lo que es labor de parto, incluso creía que los dolores fuertes que le habían pegado eran porque había estado planchando.
Muchos niños nacidos en su casa ya son hombres y le traen a sus mujeres embarazadas.
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Los últimos dos de los nueve hijos que tuvo durante su vida productiva los trajo al mundo en la colonia 6 de Mayo del sector Rivera Hernández, adonde finalmente se quedó residiendo.
Es aquí donde ha tenido su mayor rendimiento como partera. Asegura que ha llegado a asistir hasta 13 alumbramientos en un solo día. Han sido insuficientes los cuadernos de las pulperías para llevar el registro de tantas criaturas nacidas en su casa.
“No hallaba dónde ponerlos, los dejaba, unos en mi casa y otros en la casa de las madres mientras terminaba la labor de posparto. Puedo decir que todos aquí en la colonia nacieron bajo mis manos”, recuerda la mujer de 71 años.
Es tanta su experiencia, que hasta por teléfono ha dirigido una labor de parto con todo éxito. Sucedió con una mujer que había tenido todos sus hijos con ella, pero que emigró para Siguatepeque estando por dar a luz a otra criatura. Desde allá llamó a su comadrona para que la asistiera porque no quería confiar el nacimiento de su bebé en nadie más.
No habiendo otra alternativa, doña Esperanza comenzó a hacerle las preguntas de rigor para saber en qué momento podía ocurrir el nacimiento. A medida que la gestante le respondía, ella le indicaba lo que tenía que hacer. “Puje” le ordenó por el aparato telefónico cuando se produjeron las contracciones. Así la fue dirigiendo a control remoto hasta que oyó al otro lado del hilo telefónico el llanto de una criatura.
Ombligos quemados
Gracias a las capacitaciones que ha recibido del Ministerio de Salud, ahora les corta el ombligo con bisturí a los recién nacidos. Antes lo hacía a pura “infantería”, con lo que tuviera a mano, con tijeras, cuchillo o con machete, incluso los quemaba con la llama de una candela.
Por eso cuando recién se encontró con uno de sus amigos médicos lo primero que este le preguntó fue por el estado de sus ojos, pues el humo que despide un ombligo quemado con fuego puede producir ceguera, según expresó. Sin embargo, ella los tiene buenos.
Doña Esperanza le ha abierto la puerta de su casa a cuanta mujer embarazada llega a tocarla; pero ha rechazado a aquellas que le piden que les provoque un aborto porque aparte de ser un acto abominable, ella ama a los niños.
Más bien ha salvado a mujeres que han llegado a buscarla con agudos dolores y sangrados intensos “por haberse ‘hartado’ un medicamento abortivo”, como el caso de una mujer de La Lima.
Esta le aseguró que tenía cinco meses de embarazo, pero le mintió porque “ya tenía cinco centímetros de dilatación”, lo que significaba que estaba a punto de dar a luz. “Se había fajado con cinta adhesiva para que no se le notara la panza”, pues el niño no era de su marido, quien estaba por regresar de Estados Unidos. Allá había pasado una temporada trabajando, sin saber lo que hacía su mujer aquí. La partera le puso una inyección a la gestante para que el útero terminara de dilatarse y entonces expulsó al niño, pero venía ahogado. Rápidamente, doña Esperanza lo envolvió en un papel periódico para darle calor y entonces vio que se movía. “¡Dios mío, está vivo!”, exclamó emocionada. La mujer desde su lecho le pedía que lo eliminara. No se lo quiso llevar para ocultar su pecado ante el marido; pero resulta que este siempre se enteró y terminó abandonándola.
El niño fue adoptado por una pareja de Yoro que no podía tener hijos. Desde allá recibió después la matrona una foto del bebé sonriente con un mensaje en el reverso que decía: “Gracias abuela por ayudarme a vivir”.
Menor
A la abuela solamente una vez le temblaron las manos ante un vientre con contracciones de parto. Se trataba de una niña de once años a quien se resistía a asistir, sabiendo que a esa edad un parto se considera de alto riesgo y puede complicarse seriamente. Era necesario que la viera un ginecólogo.
Por eso le dije: “Yo no te voy a ‘partear’, mejor vete al hospital”. La cipota salió como si hubiera entendido, pero cuando doña Esperanza creyó que ya iba largo la vio llegar nuevamente y trató de detenerla, pero en un descuido se le metió a la casa. Aún así no quiso tocarla. Viendo que la partera no quería ponerle manos a su vientre, la embarazada se fue para el patio a sufrir sus dolores, abrazada de un palo de almendro. “¡Padre bendito!, qué hago, voy a tener que verla”, pensó la matrona al presenciar aquel cuadro.
Cuando al fin decidió examinarla, el niño había coronado, es decir, que estaba por salir. Quiso nuevamente convencerla que se fuera al hospital y hasta el pasaje le ofreció, pero la niña dijo: “Aquí lo voy a tener”. A los minutos, el bebé estaba en manos de la abuela, cubierto con el rojo de la vida.
En cuanto cortó el ombligo le entregó el tierno a la mamá para que le diera de mamar, pero ella se negaba a abrirse la blusa. Intrigada, doña Esperanza se la desabrochó y comprobó que debajo de la ropa no tenía pechos.