Aquellas trombas de agua caídas a fines de enero fueron tan impetuosas que arrancaron kilómetros enteros de raíles del tren, única vía de acceso a la ciudadela, a excepción del Camino Inca, sólo apto para espíritus aventureros.
El Gobierno peruano ha trabajado duro estos dos meses para rehabilitar al menos la cuarta parte de la vía (28 kilómetros de un total de 102) y el 1 de abril pudo así reabrir el monumento, mientras repara el resto de las vías.
Ahora el viaje a la mítica ciudadela inca, al menos hasta agosto, es un engorroso itinerario que comienza en la ciudad de Cuzco, desde donde hay que cubrir dos horas en coche o autobús, más la hora y media que cuesta recorrer los 28 kilómetros de tren, para terminar en otro autobús que transporta en media hora al viajero desde el río Urubamba, causante del desastre, hasta la cima donde está el monumento.
Sin embargo, nada de esto parece arredrar a los turistas que desafían una temporada de lluvias inusualmente larga: ese primero de abril, cerca de 1,500 viajeros soportaron la lluvia y el caos y pagaron sus cuarenta dólares para ingresar en este lugar, una de las nuevas siete maravillas del mundo.
El genio urbanístico
La fascinación de Machu Picchu es comprensible: encaramada en unos imponentes cerros que besan las nubes cargadas de agua, la ciudadela inca se encuentra a medio camino entre los agrestes Andes y el bosque amazónico, dentro de la llamada “ceja de selva”, y todo alrededor es verde y exuberante.
En ese lugar único y casi inaccesible, los incas levantaron una ciudad para cuya construcción tuvieron que transportar todo: arena, arcilla y piedras. De poco les sirvieron las únicas bestias de carga que entonces conocían, las llamas, pues apenas pueden con 25 kilos, por lo que se da por hecho que fueron brazos humanos los que transportaron las toneladas de materiales que hizo falta encaramar hasta las alturas.
Ahí no quedó todo: los incas desmocharon un cerro para crear una meseta artificial donde instalar su ciudad, y sobre esa meseta dispusieron varias capas de arcilla y arena que dieran estabilidad a sus construcciones.
Cuando la meseta se les quedó pequeña, comenzaron a “domesticar” la montaña circundante creando un conjunto de andenes o terrazas donde cultivar su muy sofisticada agricultura. Se saben ya muchas cosas de Machu Picchu: que la ciudad no llegó a ser terminada, ya que los españoles llegaron a Perú durante su construcción y los incas no quisieron dejarles ese regalo. Se sabe que sus únicos habitantes fueron los sesenta mil trabajadores que construyeron la ciudad durante sesenta años y que supuestamente la iban a destinar a viviendas de la clase noble inca en aquella sociedad tan jerarquizada.
Por último, se sabe, o en este caso se cree, que la función de Machu Picchu era algo así como ser “cabeza de puente” hacia la zona selvática de los incas, un imperio que logró una expansión en su cortísima vida, como cuenta Edgar Mendívil, arqueólogo cusqueño que ha dedicado gran parte de sus estudios a desentrañar los misterios de la ciudadela inca.
No era la ciudadela un santuario, como a veces se le llama, sino una ciudad multifuncional. Claro que hubo templos y palacios, pero lo que hoy más llama la atención a los turistas es el reloj solar, el observatorio astronómico o la Casa del Cóndor, donde los incas homenajeaban a su ave sagrada.
Un poco de historia
El hallazgo de Machu Picchu se debió al azar, o al menos así lo quiso contar su protagonista: el explorador Hiram Bingham, un americano nacido en Hawai interesado en disciplinas tan diversas como la geografía, la historia y la arqueología, llegó a Perú en 1911 en busca de otras metas distintas: dibujar la ruta del libertador Simón Bolívar y encontrar la montaña más alta del mundo.
Iba acompañado de 37 exploradores, muchos de ellos verdaderos filibusteros, piratas de la arqueología, cuando el 23 de julio llegó a Vilcabamba, el último bastión inca caído en manos de los españoles. Allí el alcalde le habló a Bingham del agricultor Melchor Arteaga, que dice conocer un lugar en las montañas lleno de restos arqueológicos.
Cuenta Bingham en sus memorias que a la mañana siguiente el grueso de su expedición se quedó “a hacer lavandería” (así habló Bingham) a orillas del Urubamba, y sólo él, su guardaespaldas y un biólogo interesado en las orquídeas se animaron a trepar hasta el lugar. Se quedaron boquiabiertos al sentir que estaban hollando un secreto oculto durante cuatro siglos.
La vida de Bingham es fascinante: regresó a Perú con una autorización oficial de exploración, se llevó con todos los permisos necesarios abundantes piezas que hoy forman la polémica “colección de Yale”, pero algún alma envidiosa lo denunció por supuesto tráfico arqueológico y tuvo que permanecer un año bajo investigación sin poder abandonar Perú.
Cuando finalmente pudo salir, estaba tan amargado que pasó 37 años sin publicar nada sobre “su” monumento hasta que en 1948, ya anciano, publicó la mítica “Historia perdida de los incas” y obtuvo un clamoroso éxito. Dicen los arqueólogos que aquel libro contiene no más del veinte por ciento de verdades. Qué más da, Bingham pasó a la historia como el precursor y las verdades de la historia se fueron abriendo paso con el tiempo.