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Favela de los olvidados

  • Actualizado: 20 enero 2010 /

¿Han recibido ayuda del Gobierno haitiano o de la comunidad internacional? Los cuatro miembros del comité ciudadano se miran entre sí. Parecen sorprendidos ante tanta ingenuidad.

    ¿Han recibido ayuda del Gobierno haitiano o de la comunidad internacional? Los cuatro miembros del comité ciudadano se miran entre sí. Parecen sorprendidos ante tanta ingenuidad. Estamos en Canneau, las paupérrimas favelas de las colinas de Canape Verd, corazón de la Zona Cero en el Puerto Príncipe más profundo. Y el más olvidado.

    “Aquí nadie ha hecho nada, ni siquiera lo ha intentado. Es más, usted es la primera persona que llega aquí arriba”. Guerssien Wifford estruja con sus manos un papel amarillo con sus reclamos, con el que se presentó hace seis días ante el presidente Preval. Habló con dos ministras supervivientes. Le prometieron ayuda inmediata. Todavía están esperando. Dos días después se acercaron al lugar donde la ONU repartía alimentos. “La gente se peleaba brutalmente por la comida, nos golpearon. Volvimos con las manos vacías”.

    Desde la catástrofe, Wifford se ha empeñado en ayudar a su gente, “ellos son mi sangre”.

    Él es un privilegiado, operador de una telefonía, pero que no ha querido huir de su barrio. Todas las favelas se han escurrido unas encima de otras, tragándose las más grandes a las pequeñas. Los supervivientes han trepado por las laderas y se han instalado entres arbustos y piedras, debajo de un par de plásticos o de algún techo de uralita. Recuerda a los campos de refugiados de África.

    Pero Alexandra Issamel no pierde la sonrisa. Amamanta a su Santana, de tres meses, mientras Lundeus, de un año, juega entre escombros. “Se me acaba la leche para mi bebé”, dice, mientras acaricia suavemente su pecho. A pocos metros, entre toldos, los que están muriendo se despiden de la vida en la favela olvidada.

    El héroe Wifford lidera el comité ciudadano, quince valientes que patrullan todas las noches.

    “Escuchamos disparos constantemente y sólo llevamos nuestras linternas, palos y machetes. ¿Miedo? Todos lo tenemos. Varios presos fugados de la cárcel están aquí. Tenemos que defender a los nuestros”, sintetiza Wilson Jacques, uno de los patrulleros. “Anoche escuchamos gritar y llorar a una mujer. Acudimos corriendo. La estaban violando”, explica Jean Robinson, otro de los patrulleros.

    Intentos de violación, pillaje, asaltos… Las noches son muy largas en Canneau. Y también los días. “Necesitamos agua, comida, medicinas, baños portátiles (han construido un gran hoyo en el que hacen sus necesidades fisiológicas), tiendas de campaña…”, resume Musac Oney, pastor evangélico que ha gastado ya todo el dinero de su iglesia. Uno de los supervivientes carga una radio gigantesca, algo parecido a un periódico hablado. Los franceses pelean con EUA, informa el locutor. “Dios mío, no es tiempo para críticas. Todas las familias han perdido seres queridos. Y seguiremos falleciendo sin agua y sin comida”, profetiza Wifford. En Canneau murieron 280 de sus cinco mil habitantes. A muchos de ellos los han enterrado en sus propias casas. Otros cadáveres permanecen aplastados.

    “Somos los olvidados del terremoto. Pero antes tampoco existíamos para el Estado”, se lamenta Oney. El olvido es el maldito destino de los pobres.

    Pese a todo, cinco jovencitas, con sus cuerpos mojados tras el baño milagroso, entonan una canción suave, una especie de himno religioso, que repiten con dulzura en lo que parece un homenaje al recién llegado: “Dios, te pido un favor, ayúdanos con esta tragedia”.

    La cantidad de personas fallecidas en el devastador terremoto de la semana pasada en Haití aumentó a 75 mil y se estima que 250 mil resultaron heridos y un millón quedaron sin hogar, indicó el Gobierno haitiano.

    Una luz

    Al otro lado, los barrios altos de Puerto Príncipe comenzaban ayer a reactivarse con el regreso de los vendedores callejeros y los embotellamientos, seis días después del sismo.

    “Desde la catástrofe, es el primer día de verdadero abastecimiento para la gente. Salen para comprar provisiones”, explica un habitante de Pétion-Ville, barrio residencial antes del sismo que ahora sirve de refugio para los habitantes de los barrios bajos.

    La reapertura de los surtidores de gasolina es la principal causante de esta reactivación, con una inmensa cola de vehículos y de peatones cargados de bidones que esperan bajo el sol. Aunque se escuchan algunos gritos, el clima general es de buen humor, ya que el número de litros destinados a la venta no es limitado.