16/05/2025
12:06 AM

El piano de doña Reina

Jorge Montenegro presenta: El piano de doña Reina

    revelaremos su verdadero nombre, la llamaremos doña Reina, fue una señora que vivió en Tegucigalpa en los años 40. En esa época las fiestas de sociedad en la capital eran realmente inolvidables, había derroche de arte y cultura, participaban renombrados cantantes, guitarristas, violinistas, pianistas y otros.

    Doña Reina en aquellos días era una mujer adorable, cautivaba los corazones con su belleza, sus fiestas eran las más famosas, asistía lo más selecto de la sociedad y al siguiente día las notas sociales en los periódicos casi eran un poema al referirse a ella.

    En la llamada alta sociedad había un joven apuesto, de buenos modales, ojos negros, piel trigueña, vestía elegantemente y era el centro de atracción de las miradas femeninas. Conoció a la adorable Reina una noche cuando acompañó a su padre a la fiesta que celebraba en casa de aquella extraordinaria mujer. Cuando Reina se sentó frente a su piano hubo un silencio impresionante, todos se acomodaron en sus sillas y cuando las blancas y finas manos tocaron el teclado arrancaron una dulce melodía que se le escapó por las ventanas causando el deleite de los vecinos.

    Francisco, el joven apuesto, no quitaba su mirada de la pianista, quien de vez en cuando respondía a sus miradas con coquetería. Así nació uno de los romances más comentados en Tegucigalpa. Todos hablaban de la pareja, la boda no se hizo esperar, la Catedral Metropolitana vistió sus mejores galas. El padre Valentín, español de origen, fue el encargado de unir aquellas dos vidas; los declaró marido y mujer. La luna de miel la pasaron en Francia y Europa, al regresar ella venía embarazada. Todo era felicidad en el hogar de Francisco y Reina, ahora convertida en doña Reina.

    En el hospital de la Policlínica el doctor Paredes, fundador de dicha institución, estuvo a cargo del alumbramiento, un hermoso y robusto niño al que bautizaron con el nombre de Alejandro. Pero el parto transformó el carácter de doña Reina, a veces se ponía agresiva sin motivo alguno, todo le provocaba enojo, el esposo se fue acostumbrando a la situación por el inmenso amor que le profesaba, se trataba de esporádicos ataques de locura, según lo pudo determinar un famoso médico de la capital. Afortunadamente se encontró el medicamento adecuado para frenar la agresividad de la bella mujer.

    El pequeño Alejandro fue creciendo sano, inteligente y cariñoso con sus padres, especialmente con la madre, que le daba clases de piano. En ciertas tardes invitaba a sus amistades para que escucharan a su hijo de ocho años cuando ejecutaba bellas melodías que le había enseñado con gran paciencia. Una noche, Francisco comenzó a quejarse de un terrible dolor en el brazo derecho, de inmediato doña Reina lo trasladó a la Policlínica, no se pudo hacer nada, pues falleció en el trayecto de un ataque al corazón.

    Una semanas más tarde doña Reina comenzó a perder la razón producto del terrible dolor que le causó la muerte de su esposo, entregó al niño a los abuelos paternos y les dijo: -No quiero volver a ver a mi Alejandro, es igual a su padre y es una tortura en mi vida. Sé que estará mejor con ustedes que en mi poder, que Dios me lo proteja y a ustedes les dé larga vida.

    Los vecinos de aquel barrio de Tegucigalpa sentían un inmenso pesar cuando escuchaban los lastimeros gritos de doña Reina: -Francisco… Francisco... ayyyy... ayyyyy, mi Francisco.

    A su servicio nunca le faltaba la comida, su ropa limpia, atenciones y comprensión por parte de aquellas personas que la cuidaban, el médico de cabecera llegaba una vez a la semana para suministrarle una droga que lograba calmar los ataques de demencia. Al llegar la tarde, doña Reina se sentaba frente a su piano y comenzaba a tocar con lágrimas en sus ojos, sus melodías llegaban al corazón de quienes la escuchan, los vecinos que la conocían lloraban en silencio compartiendo su dolor.

    Una noche, mientras las tres personas que cuidaban de doña Reina se encontraban en la sala escuchando noticias en uno de aquellos viejos radios de tubos de los años 40, el aparato se apagó de repente, lo encendieron de nuevo y otra vez se apagó. Aquella situación los puso nerviosos, luego escucharon unos pasos que se dirigían a la sala donde estaba ubicado el piano. Se levantaron de sus asientos para investigar quién había entrado sigilosamente a la casa, en ese preciso instante doña Reina comenzó a tocar el piano, la puerta se cerró por sí sola. Los sirvientes trataron de abrir y preguntaban: 'Doña Reina, ¿está usted bien?'. Como respuesta escucharon que la señora se reía.

    Las notas que salían del piano silenciaron las voces de los sirvientes, esa noche tocó con más fuerza el concierto de Varsovia, entre tanto sus trabajadores trataban inútilmente de abrir la puerta, presentían que algo grave podría ocurrir. Finalmente guardaron silencio subyugados por la música, de pronto las notas comenzaron a sonar con suavidad y fue cuando escucharon la vvoz de un hombre, era la de don Francisco:

    -Reina mía, es la hora de partir, toma mis manos.

    El piano calló, la puerta se abrió y aquellas personas encontraron a doña Reina inclinada sobre su piano, había un gesto de dulzura en su rostro de tranquilidad y paz. Estaba muerta.

    Los días pasaron y a veces por las noches los vecinos se encomendaban a Dios y oraban por el descanso de aquella pareja que había sido un ejemplo de amor en Tegucigalpa. Las notas del piano se escuchaban con claridad cuando el reloj marcaba las doce, la gente dejó de pasar por las noches frente a aquella casa. Alejandro, el hijo de aquel matrimonio, llegó una tarde con sus abuelos y se llevaron el piano, que posteriormente fue vendido a una honorable familia. Hoy Alejandro es un médico de prestigio de la capital y fue el quien contó esta extraña historia de amor de sus padres.