Era un día común. Las siete menos cuarto de la noche. Estaba en lo que consideraba mi casa, la iglesia de San Clemente de Pisco. Era un grupo muy grande congregado por un funeral. En ese momento, al empezar la celebración de la misa, que oficiaba un joven párroco peruano, compañero del sacerdote navarro Alfonso Berrade, el protagonista de este relato, ocurrió el temblor.
'Vi cómo la gente se abalanzaba sobre las puertas. Se derrumbaron el techo y las paredes del templo. Calculo que junto a mí había unas 350 personas. No eran muchas, la iglesia era muy grande y podían entrar cerca de mil. De esas, 150 -más o menos- salieron y lograron llegar a la calle. Las otras quedaron atrapadas. Presencié cómo desaparecían sepultadas', son parte de los más de 500 muertos contabilizados, la peor tragedia de Perú en más de 30 años.
Algunos de mis feligreses fallecieron porque no corrieron. Pensaban que iba a ser cortito el terremoto. Otras porque no podían huir. Había niños, personas muy mayores, gente a la que le costaba moverse. De pronto se hizo de noche en la ciudad. Antes de que el cielo se pusiera oscuro.
Me puse debajo del marco de una puerta como indican los manuales de Protección Civil. Se apagó toda la luz. No se veía nada. Sentí un ladrillo de adobe grande que se estrelló contra mi cuerpo. Fui a parar al suelo. Entre sombras, observé que, donde yo estaba parado antes, absolutamente tieso, cayó un aluvión de escombros. Me libré por un milagro. De otro modo no estaría contándoles esto.
Afuera era el Apocalipsis... No había escuadrones de emergencia. Nos pusimos, sin luz, a salvar a quienes podíamos. Logramos sacar a más de 20 vecinos con vida.
Los pobladores se detuvieron a mirar lo que hasta ahora había sido su vida y ll
Es casi imposible encontrar más sobrevivientes en la ciudad peruana de Pisco.
Hice un repaso de mis feligreses y mis compañeros. No veía a varios de mis buenos muchachos...
Tercer terremoto
No se veía nada. Los generadores de electricidad no llegaban. Pero el ingenio de los que quieren salvar sus vidas apareció. Unos hombres trajeron una batería de coche y pusieron dos cables. Yo intentaba guiarlos, porque se quedaban inmóviles ante tanta desolación. El trabajo era un tanto informal. Muy emotivo. Encontraban, detrás de cada piedra removida, a sus hermanos, a sus padres, esposas e hijos.
Nuestra lucha era contra la oscuridad. Tuve mucho miedo, aunque no fue mi primer terremoto. Era el tercer seísmo grande que he padecido de cerca desde que estoy en Perú. Los pequeños ya son como condimento de la vida.
Resido en este país desde hace 40 años. Llegué muy joven desde Jaurieta, Navarra donde nací hace 61 años. El primer terremoto sucedió apenas llegar y murieron más de 70 mil personas, 31 de mayo de 1970.
El segundo, en 1974, fue también terrible, 3 de octubre de 1974, Lima, 78 personas muertas, miles de heridos. Recordando el poder salvaje de un seísmo de esta magnitud, la primera noche no dormí. Preferí ayudar en todo lo que pudiera. Temía lo que podía ver al llegar el amanecer.
Los cadáveres se iban apilando en las aceras. Su presencia nos aterrorizaba. En la madrugada había llegado la primera parte de la ayuda del gobierno central: había bomberos y soldados...
Los cuerpos eran demasiados. No había lugar donde ponerlos. Se decidió que a los hospitales sólo irían los heridos. Comenzamos a apilarlos en la Plaza Mayor de Pisco, delante de mi templo destrozado.
Mejor no recordarlo
Dentro de la ciudad había tres iglesias más aparte de la mía. Me acerqué a la más cercana, una joya invalorable del siglo XVIII. Fue erigida en la época de la colonia. Era un templo barroco, considerado monumento nacional. No ha quedado más que los cimientos. Caminé hacia otra iglesia que estaba más al sur, a la orilla del mar. Cuando ocurrió la tragedia, estaban también celebrando una misa. Se ha caído toda. Ha muerto un montón de gente. Yo no viví la Segunda Guerra Mundial, pero he visto las fotografías y las películas de cómo quedaban las principales ciudades de Alemania y Francia. Aquí daba la misma impresión. Parecía que habían pasado cientos de caza bombarderos y habían soltado todos sus misiles.
Tuve que ir al hospital a ver a los heridos. Había mucha gente grave y quería ir a consolarlos un poco. También iba a animar a los médicos. Ellos tenían una dura misión. Lo que presencié al llegar al hospital, sería mejor no recordarlo.
Había lesiones de todo tipo: piernas partidas, cabezas rotas... Muchos llegaban inconscientes, sin sentido...
No había espacio. No había sitio para nada. Y llegaban más y más heridos. El descalabro era inminente. Así que salieron varios aviones de la base aérea militar para llevar a los heridos a Lima, Trujillo, o Chiclayo para ser operados. No me preocupé ni de comer. Tampoco había mucho.
No hay ataúdes
Regresé a la plaza. Son demasiados cuerpos. Los desesperados los mueven una y otra vez para ver su rostro, así intentan reconocer a las víctimas. No hay ataúdes. Su carencia se ha convertido en la gran crisis. Nos han dado bolsas para cubrirlos. Se han ido acabando... Una nueva noche ya. Todos los cuerpos sin cubrir se ponen en bolsas recién llegadas. Como sacerdote voy dándole la absolución uno a uno. En estas circunstancias no se puede hacer otra cosa. Lo complemento con una oración...
'El Perú es más grande que sus problemas', dice Jorge Basadre, el historiador más prestigioso del país andino. Eso me viene a la cabeza, en medio de la desolación. Venceremos. Pisco saldrá adelante a pesar de todo. Permanezco en la casa que tenemos al lado del templo destruido. Ha soportado el seísmo. Me acuesto en un sillón. A mi lado está un cristo yacente. Una talla de madera muy buena, con incuestionable valor artístico. La tengo aquí quebrada y rota. Le ha caído alguna viga encima y la ha partido. No sé si se va a poder reconstruir. Está rota en cuatro partes. Sus piernas lucen destrozadas. La cara se le ha desprendido, como si Dios expresara su vergüenza por los inocentes que han fenecido.
Tomado de El Mundo