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Internet está muriendo y la culpa es de las aplicaciones

  • 18 noviembre 2014 /

Montañas de datos nos dicen que estamos dedi­cando a las aplicaciones el tiempo que le dedicábamos a navegar por Internet.

Nueva York, Estados Unidos.

La web —ese delgado revestimiento de diseño para humanos que recubre el murmullo técnico que constituye Inter­net— está muriendo. Y la forma en que está muriendo tiene implicaciones de mayor alcance que casi cualquier otro asunto tec­nológico en la actualidad.

Piense en su teléfono móvil. Todos esos íconos en su pantalla son aplicaciones, no sitios web, y funcionan de formas que son fundamentalmente distintas a la manera en que funciona la web.

Montañas de datos nos dicen que estamos dedi­cando a las aplicaciones el tiempo que le dedicábamos a navegar por Internet. Estamos enamorados de las aplicaciones, y se han impuesto. En teléfonos, 86% de nuestro tiempo se dedica a aplicaciones, y sólo 14% a la web, según la empresa de análisis móvil Flurry.

Esto podría parecer un cambio trivial. Antes, imprimíamos las instrucciones para llegar a algún lugar del sitio web de Ma­pQuest, que a menudo estaban mal o eran confusas. Hoy, abrimos la aplicación Waze en nuestros teléfonos y nos guía por la me­jor ruta para evitar el tráfico en tiempo real. Para quienes recuerdan cómo solía ser, esto es un milagro.

Todo lo referente a las aplicaciones se siente como una ventaja para los usuarios: son más rápidas y más fáciles de usar que lo anterior. Pero debajo de toda esa conve­niencia hay algo siniestro: el fin de la misma apertura que permitió que las empresas de Internet crecieran para convertirse en unas de las firmas más poderosas o importantes del siglo XXI.

Por ejemplo, pensemos en la más esencial de las actividades para el comercio electró­nico: aceptar tarjetas de crédito. Cuando Amazon.com debutó en la web, tenía que pagar varios puntos porcentuales en tari­fas por transacciones. Pero Apple se queda con 30% de cada transacción que se realiza dentro de una aplicación vendida a través de su App Store, y “muy pocas empresas en el mundo pueden soportar ceder esa tajada”, dice Chris Dixon, inversionista de capital de riesgo de Andreessen Horowitz.

Las tiendas de aplicaciones, ligadas a sistemas operativos y aparatos particula­res, son jardines enrejados donde Apple, Google, Microsoft y Amazon fijan las reglas. Por un tiempo, eso significó que Apple pro­hibió bitcoin, que para muchos expertos es el desarrollo más revolucionario en Internet desde el hipervínculo. Apple prohíbe aplica­ciones que ofenden sus políticas o su gusto, o que compiten con su propio software y servicios.

Pero el problema con las aplicaciones es mucho más profundo que las formas en que pueden ser controladas por guardianes cen­tralizados. La web fue inventada por acadé­micos cuya meta era compartir información.

Ninguno de los implicados sabía que es­taban creando el mayor creador y destructor de riqueza que se haya conocido. Así que, a diferencia de las tiendas de aplicaciones, no había forma de controlar la primera web. Surgieron los cuerpos que fijan reglas, como Naciones Unidas pero para lenguajes de pro­gramación. Empresas que hubieran querido eliminarse mutuamente del mapa fueron obligadas a acordar revisiones del lenguaje común para páginas web.

El resultado: cualquiera podía crear una página web o lanzar un servicio, y cualquiera podía acceder a él. Google nació en un gara­je. Facebook nació en la residencia estudian­til de Mark Zuckerberg.

Pero las tiendas de aplicaciones no funcionan así. Las listas de aplicaciones más descargadas ahora llevan a los con­sumidores a adoptar esos programas. La búsqueda en las tiendas de aplicaciones no funciona bien.

La web está hecha de enlaces, pero las aplicaciones no tienen un equivalen­te funcional. Facebook y Google intentan solucionarlo al crear un estándar llama­do “enlace profundo”, pero hay barreras técnicas para lograr que las aplicaciones se comporten como sitios. La web buscaba exponer información. Estaba tan dedica­da a compartir por encima de todo que no incluía una forma de pagar por cosas, algo que algunos de sus arquitectos lamentan hasta hoy, ya que obligó a la web a sobrevi­vir con publicidad.

La web no era perfecta, pero creó espa­cios comunes donde la gente podía inter­cambiar información y bienes. Obligó a las empresas a desarrollar tecnología que esta­ba diseñada explícitamente para ser compa­tible con la de la competencia.

Hoy, cuando las aplicaciones se imponen, los arquitectos de la web la están aban­donando. El más reciente experimento de e-mail de Google, llamado Inbox, está dispo­nible para los sistemas operativos Android y de Apple, pero en la web no funciona en ningún navegador excepto Chrome. El pro­ceso de crear nuevos estándares web se ha estancado. En tanto, las empresas con tien­das de aplicaciones están dedicadas a que esas tiendas sean mejores que —y comple­tamente incompatibles con— las tiendas de competidores.

Muchos observadores de la industria creen que esto está bien. La historia de la computación son empresas que intentan usar su poder para dejar afuera rivales, in­cluso si es negativo para la innovación y el consumidor.

Eso no significa que la web desaparece­rá. Facebook y Google aún dependen de ella para brindar un flujo de contenido al que se puede acceder desde el interior de las aplicaciones.

No es que los reyes del actual mundo de las aplicaciones quieran aplastar la in­novación. Sucede que en la transición a un mundo en el cual los servicios se entre­gan a través de aplicaciones, más que en la web, estamos ingresando a un sistema que dificulta mucho más la innovación, el descubrimiento imprevisto y la experimen­tación para quienes desarrollan cosas que dependen de Internet. Y hoy, eso significa prácticamente todo el mundo.