Don Beto se quejó porque le habían robado una yunta de bueyes que le servían para trabajar. Según su relato, los encontró cerca de una quebrada donde los maleantes los habían destazado, posiblemente para vender la carne en la ciudad.
La Policía acudió al llamado de los campesinos y al rastrear a los pícaros encontró restos de los animales robados y los cueros retorcidos por el calor del sol.
Por el acoso de las autoridades, el robo de ganado se detuvo algún tiempo y los perjudicados hicieron un recuento de las pérdidas:
-A mí esos desgraciados me robaron cuatro vacas. Se las llevaron y como a dos kilómetros de aquí las destazaron.
-Y a mí ¿dónde me dejan? Me descuartizaron siete animales, incluyendo un caballo.
Meses más tarde, cuando un señor llamado Emilio llevaba sus vacas a tomar agua aparecieron unos hombres en un carro de paila. Iban encapuchados. Detuvieron a don Emilio, lo golpearon, lo ataron de pies y manos y lo dejaron abandonado debajo de un ocote. Luego mataron dos vacas y las destazaron en el mismo lugar.
Horas después, los vecinos encontraron al pobre señor y él, muy asustado, relató lo sucedido. Las autoridades comenzaron a investigar de nuevo antes de que las cosas empeoraran.
Un nuevo elemento apareció en el robo de los semovientes. Alguien manifestó que un hacendado era el responsable de lo que sucedía: mandaba a sus hombres a robar ganado, lo destazaban y luego él vendía el producto en Catacamas.
La voz fue corriendo hasta llegar a oídos de la Policía. Se hizo la investigación y no había pruebas de que el hacendado fuera el responsable de lo que se le acusaba.
Los vecinos dijeron después que el rico había pisteado a los representantes de la autoridad. Se trasladaron a la hacienda del supuesto culpable, se robaron diez vacas y esta vez no quedó rastro de que las hubieran destazado. Los perjudicados dijeron que probablemente los delincuentes estaban utilizando un camión para cometer sus fechorías.
Una mañana, don Beto le dijo a Juan José, su hijo menor, que llevara la única vaca que tenían adonde su hermano Crecencio para que allá le pusieran medicina para matarle los torzales.
-Decile a tu tío que me haga el favor porque se me acabó el remedio para los torzales, que ahí le voy a pagar después.
Juan José lazó la vaca, le colocó el lazo alrededor del cuello y se la llevó.
Don Beto era un anciano de 92 años que vivía con su hijo menor. Sus cuatro hijos mayores se habían casado y vivían fuera de la aldea.
Cerca de las ocho de la mañana, Juan José se detuvo a tomar agua en la quebrada, dejó amarrada la vaca en una rama y cuando se agachó para tomar agua con las manos recibió un golpe en la cabeza. Atontado, se puso de pie y trató inútilmente de defenderse. Cuatro hombres lo golpearon salvajemente y montaron a la vaca en un camión, mientras el desafortunado muchacho agonizaba en medio de un charco de sangre.
Don Beto tuvo en ese momento un presentimiento. Le pareció escuchar la voz de su hijo.
-¡Mi muchacho! Algo le sucede.
De inmediato se fue por el camino y llegó a la quebrada, donde encontró a su hijo, que estaba agonizando. Juan José le dijo a su papá que eran los hombres de don Marcial, el hacendado.
Luego expiró.
Alzando sus brazos al cielo y en medio de sus lágrimas, el viejo Beto pronunció una maldición.
-¡Maldito seas, Marcial! ¡Maldito seas! Vas a pagar la muerte de mi hijo y arrastrarás el cuero de las vacas que te has robado hasta que el mundo llegue a su fin. ¡Desgraciado!
Escupió y fue a buscar ayuda para llevar el cadáver de su hijo.
La gente estaba indignada. Los cuatreros habían llegado al límite al privar de la vida a aquel muchacho de 16 años de edad.
El viejo les comunicó a los vecinos que había echado una maldición sobre el culpable.
Tiempo después, don Beto murió de tristeza.
Una noche cerca de las nueve, una extraña niebla se fue formando alrededor de la hacienda de don Marcial. Los hombres salieron a ver el fenómeno. No había llovido y por eso se extrañaron por lo que estaba sucediendo.
De pronto escucharon un grito aterrador.
Era don Marcial.
Vieron que salía agitando las manos, tratando de defenderse. Montó su caballo y se perdió en la noche. No lo volvieron a ver.
Días después, los vecinos escucharon a medianoche el galope de un caballo y el sonido que hace un cuero al ser arrastrado.
-¡La maldición! ¡La maldición del finado don Beto! ¡Que Dios nos proteja!
Desde entonces se dice que el hombre de la medianoche recorre los pueblos de Olancho arrastrando los cueros de las vacas y pegando unos horribles gritos.
Los que lo han visto dicen que es el esqueleto de un hombre montado sobre un caballo y arrastrando un cuero.
Así pagó aquel malvado el asesinato de un joven campesino y la muerte de don Beto, que falleció de pesar.