Juanita de Ruiz era una señora amante de los animales. Vivía en Jesús de Otoro. Aunque no era vecina de ese lugar, había llegado con su compañero y otras personas que esperaban encontrar oro en el río que pasa por esa comunidad. Descubrieron que las pequeñas playas del río se llenaban de arena negra y al ponerla a secar y colocarle un imán se dieron cuenta de que el río arrastraba hierro de algún lugar. A raíz de lo que habían descubierto, viajaron a la capital y regresaron muy bien equipados. Estaban seguros de que encontrarían oro en las montañas cerca de Otoro.
En el pueblo les contaron la leyenda de un norteamericano que había ingresado en una de las montañas en busca de un gallo de oro que en ciertas noches de luna cantaba sobre las ramas de los pinos. Le habían dicho al gringo que quien atrapara al gallo sería dueño de una inmensa fortuna que yacía escondida en la selva.
Los campesinos le aseguraron a Filiberto Ruiz que si él y sus amigos lograban ver y atrapar al gallo de oro, se harían inmensamente ricos. Cuando Filiberto preguntó por el norteamericano le dijeron que aquel hombre jamás regresó de la montaña.
Juanita tenía cinco perros, entre ellos uno de la raza pastor alemán que más que perro parecía un lobo; de ahí el origen del nombre que le pusieron. El perro lucía un collar de cuero con adornos de metal que brillaban en la oscuridad. La gente del pueblo le tenía miedo y comenzaban a decir que aquel animal estaba encantado.
La señora gozaba con las ocurrencias de los campesinos que llegaban a trabajar en la propiedad de su marido. Todos los días por la mañana, don Filiberto y sus amigos colaban grandes cantidades de arena esperando encontrar el precioso metal que los había impulsado a trasladarse a ese lugar. Un día, Juanita comentó entre risas, mientras les servía la cena:
—Muchachos, ¿y qué tal si de verdad existe ese gallo de oroy ustedes lo encuentran? Ya me imagino la cara que pondrían al encontrar un gran tesoro.
Todos se rieron de la ocurrencia. Acababan de cenar y se fueron al amplio corredor de la casa. Comenzaba a caer la noche cuando inesperadamente escucharon a lo lejos, en dirección de la montaña, el canto de un gallo.
—Es él —dijo un campesino—, es el gallo de oro. Teníamos tiempos de no escucharlo.
Hubo un gran silencio. Minutos después se escuchó de nuevo el canto del gallo, esta vez con más fuerza. Todos sintieron que un frío intenso les recorría el cuerpo.
—Pensé que estaban mintiendo —dijo don Filiberto—, pero es verdad. Todos acabamos de escuchar el canto del gallo. Mañana nos vamos a la montaña —prosiguió—. Alistémonos todos desde ahora. Además nos vamos a llevar a Lobo. Es un buen perro.
Fue así que don Fili y sus tres amigos emprendieron la marcha a la montaña donde cantaba el gallo de oro. Llevaron al fiel perro. Se fueron en la madrugada y llegaron a los altos pinos en el otro lado del río: era la entrada del supuesto tesoro.
Eran aproximadamente las nueve de la mañana cuando el perro ladró frenéticamente como si mirara algo desconocido. Los hombres comenzaron a buscar. Creyeron que se trataba de un venado o de otro animal, así que reanudaron la marcha. Llegaron a un sitio húmedo y sombrío. La espesa vegetación cubría la luz del sol y todo se miraba oscuro.
El perro volvió a ladrar.
Entretanto, doña Juanita les contó a los peones del viaje de su esposo y sus amigos en busca del tesoro. Uno de los más viejos dijo:
—Prepárese, doña Juanita. Quién sabe si esa gente va a regresar. Ya les habíamos advertido a él y a sus amigos que todos los que han llegado a ese lugar donde canta el gallo nunca regresan.
La señora pensó que aquellas eran puras supersticiones y no le hizo caso. Se fue a darles de comer a las gallinas, mientras los mozos desgranaban mazorcas de maíz. Llegó la noche y don Filiberto no regresó. Luego se hizo de madrugada y fue pasando el tiempo. Nadie tenía noticias de aquellos hombres.
En la oscura y espesa selva, los exploradores vieron un brillo intenso y el perro comenzó a ladrar furiosamente. Los hombres se adelantaron: enfrente tenían al gallo de oro. El perro pegó un salto y luego solo se escucharon gritos aterradores repetidos por el eco de la montaña.
Doña Juanita creyó escuchar algo en la oscuridad de la noche.
—Lobo... ¿sos vos, Lobo?
Abrió la puerta y el enorme perro cayó al suelo en medio de la casa, mortalmente herido. Doña Juanita llamó a los mozos, que llegaron de inmediato, encendieron candiles y alumbraron al perro con focos de mano. En medio del ensangrentado collar de Lobo encontraron dos plumas de oro y se dieron cuenta de que algo terrible había sucedido. Los hombres nunca más regresaron a Jesús de Otoro. Doña Juanita volvió a la capital llevando en su corazón el recuerdo de su esposo.
Cuentan los viajeros que aún en esta época que estamos viviendo, los cazadores evitan entrar en la montaña y no pasan ni por la orilla del río. Los que se han atrevido a pasar por el lugar dicen que han escuchado disparos y gritos aterradores. Existe un gran misterio en esas montañas de Otoro, pero nadie se atreve a desafiar a la montaña donde supuestamente canta un gallo de oro.