La neutralidad, el respeto a los derechos humanos y la libertad de expresión en las redes sociales están nuevamente en medio del debate público tras la violenta toma del Capitolio de los Estados Unidos —el pasado 6 de enero— por parte de exacerbados seguidores de Trump en Twitter, plataforma que decidió cerrarle su cuenta, así como Facebook, Instagram, Snapchat y más reciente YouTube.
Hubo seguidores que culparon a Twitter de no respetar la neutralidad, a lo que sus ejecutivos han respondido que se trató de un claro incumplimiento de sus políticas cuando se postearon estos “mensajes incendiarios” del expresidente. Para otros, lo más preocupante es que una empresa privada haya podido silenciar al hombre —en ese momento— más poderoso del mundo, privándolo de comunicarse con más de 80 millones de usuarios.
Y si en Estados Unidos se defiende, en Uganda este emporio tecnológico está en la posición de acusar luego que el Gobierno ordenara a todos los proveedores de internet bloquear el acceso de las redes sociales y de aplicaciones populares de mensajería, incluidas Facebook, Twitter y WhatsApp, 48 horas antes de las elecciones que se celebraron el pasado 14 de enero, porque la conversación en estas redes favorecía al candidato de la oposición, Bobi Wine.
La queja de Twitter fue inmediata: “Condenamos enérgicamente los cierres de Internet… (porque) son enormemente dañinos, violan los derechos humanos básicos y los principios de un Internet abierto”, una respuesta que para muchos resulta paradójica al compararla con los recientes hechos en Washington cuando fue la empresa la que decidió bloquear cuentas.
¿Cómo dilucidar este conflicto sobre quién decide hasta dónde llega la libertad de opinión en estas plataformas? La verdad es que esta libertad está sujeta a límites, incluso en las sociedades democráticas más avanzadas, y resulta evidente la falta de legislación sobre las regulaciones que aplican las redes sociales, un oligopolio que decide sobre sus millones de usuarios.