A mediados del siglo pasado, ese flujo migratorio era alimentado, más que nada, por hondureños de clase media; hijos de profesionales que se mudaban a Nueva York o a otra ciudad, sobre todo del este de los Estados Unidos, que les resultara atractiva. En el caso de los que se iban a estudiar, en su gran mayoría regresaban a ejercer su profesión y a trabajar por el país. Para entonces, el fenómeno de las caravanas era impensable, tanto porque las leyes migratorias estadounidenses eran mucho más flexibles que ahora y porque algunas de las condiciones sociales que las provocan no eran tan agudas.
En el último año, varios grupos de hondureños, miles en alguna ocasión, decidieron abandonar su tierra y tomar el camino hacia el Norte. Algunos lograron ingresar a los Estados Unidos, otros se quedaron en México o Guatemala y, la mayoría, se vieron obligados, o fueron obligados, a retornar a Honduras.
Lo cierto es que mientras se mantengan los niveles de inseguridad y de desempleo en el país, este último exacerbado por la pandemia, el fenómeno de las caravanas, muy probablemente, va a continuar. Y continuará siendo arma arrojadiza entre los políticos, que se culpan unos a otros de su origen.
Lo que es claro es que nadie que tenga sus necesidades básicas medianamente satisfechas va a exponer su vida y la de los suyos en tan peligrosa travesía, a menos que sea un irresponsable o un desaprensivo, que también los hay.
Pero de lo que no nos debe quedar la menos duda es que para este gobierno y para el que venga las caravanas de migrantes continuarán siendo un reto al que atender, porque es lo que dice del país y de nuestra realidad, tanto a nivel interno como de imagen internacional. Y la contención de la migración irregular no solo se logra con campañas sino yendo a la raíz del problema. Y esa raíz la conocemos todos.
Y también habría que poner atención al fenómeno de muchos que se van a estudiar y no regresan, porque la fuga de cerebros que se ha dado en los últimos años es como para preocuparnos a todos.