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Una mujer, llamada Estela

  • 22 diciembre 2021 /

No todo los hechos externos nos afectan de la misma manera. Algunos los ignoramos, otros apenas nos tocan. Pero hay algunos que golpean fuertemente. Me ocurrió, hace muy poco – el tiempo no importa- cuando accidentalmente, revisando Diario LA PRENSA, leí un acuerdo de duelo por la muerte de Estela Nicoly.

Llamé a William Chahín, quien vive en la misma zona en San Pedro Sula, para preguntarle si la noticia era cierta, torpemente esperanzado de que los ojos me engañaron o que se tratara de una persona homónima. Revise mi celular y allí tengo registrada una comunicación con ella en una fecha de septiembre pasado. Intercambiábamos noticias sobre la ciudad, en donde ella había nacido y vivido sus primeros años, hasta que sus padres dejaron Olanchito, una tarde imprecisa, tomando el tren, bajo una lluvia fina, silenciosa. Años después, en el atrio de la iglesia San Jorge, me la presentaron. Era una mujer hermosa, de suaves perfiles, ojos negros y una sonrisa generosa. Era todo alegría. Y no dejo de sorprenderme el gusto que le provocaba un imberbe colegial que, de repente, se vio objeto de atención de una mujer interesante. Pasaron los años y no supe mucho de ella, apenas que se había casado, vivía en San Pedro Sula y, me dijeron “te recuerda siempre”. Un día de los años 90 del siglo pasado me llamó para plantearme un problema agrario, que le dije que estudiaría. No recuerdo si lo hice. Muchas cosas que hacemos las muerde el olvido,porque recordamos más las heridas y sus cicatrices.

Por razones médicas, nuestra hija tuvo que ser atendida por un hijo suyo. Médico. Quiso que Elia Mercedes se hospedara en sus casa, pero no aceptamos. Nos pareció excesivo. Y cuando su hermano, que vivía en México, llegaba a Honduras me llamaba para avisarme y le fuera a saludar al Excélsior, donde se hospedaba. Después me invitó a que fuera a celebrar sus 50 años de vida matrimonial. Allí conocí a su esposo, alegre y afectuoso como ella. Fue una fiesta muy espectacular a la cual dediqué un articulo publicado en un periódico de San Pedro Sula.

Había conocido a doña Mencha, nuestra madre. Ella, una adolescente y,mi madre una doméstica que trabajaba, integrada en la familia, en la casa de sus padres. La madre de Estela, que prestaba dinero a cambio de prendas de uso hogareño, algunas de las cuales nunca rescataban, le vendió a mi madre una máquina de cocer por 30 lempiras.

Mi abuelo, atrapado en la pobreza y con miedo al elusivo éxito material, le cuestionó la operación. Después se convenció que no sería el éxito como costurera que los separaría, sino mi padre que la enamoraría y la alejaría de su familia original para formar el hogar donde sería el primero de los resultados. “De nuestra casa se fue Mencha”, dijo Antonio, años después, “una vez casada con Juan, tu papá. Estela y yo,lloramos”.

Antonio murió hace unos años en México. Ahora le sigue Estela Nicoly. En los apuros de la pandemia no hay tiempo para velatorios. No lo sé, en su caso, pero no me avisaron. Al fin y al cabo no éramos familiares, ni visita frecuente de su casa. Fue natural el olvido de mi nombre. No he visitado su tumba todavía, pero pienso hacerlo para disculparme por dejarla sola. Y , entre los dos, devolverle sus lágrimas cuando mi padre le quitó a mi madre de sus diarios afectos después de desposarse e irse a vivir a Coyoles Central.

Fue mi madrina. La más duradera y más afectuosa. El último vínculo con doña Mencha.

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