Tuve la oportunidad de conocerla personalmente en su último viaje a Honduras, hace ya varios años. En ese tiempo existían aquí dos casas únicamente de las Misioneras de la Caridad, una en Tegucigalpa para ancianos y otra en Santa Rosa de Copán para niños. Nuestro grupo fue a conocerla a este último lugar y allí la vimos trabajando con los bebés. Era una mujer pequeña, un poco encorvada por su joroba en la espalda, con arrugas en su cara, pero con los ojos azules más vividos y alegres que yo he visto en mi vida. Cuando cargaba a los tiernos, los mimaba con ternura y delicadeza y entonces su expresión resplandecía, era como otra persona, parecía que no existía nadie más en el universo en ese momento. Su energía, vida y entusiasmo eran contagiosos. En esa ocasión le pedimos a Madre Teresa que nos abriera una casa en San Pedro Sula.
Ella nos contestó: “Soliciten esa petición al obispo y nosotros vendremos”. Y cumplió su palabra. Ahora tenemos el Hogar Don de Jesús, un albergue para enfermos del sida y para ancianos en la colonia Bográn, atendido por estas admirables misioneras. Muchas gracias, Madre Teresa, por todos los regalos y tesoros que nos ha dejado y que siguen funcionando aún después de su muerte.
Por las miles de hermanas que se encuentran trabajando actualmente en diversos rumbos del mundo, por los cientos de centros asistenciales operando hoy, por los millones de seres enfermos que han encontrado paz, amor y una buena muerte a manos de las Misioneras de la Caridad, por enseñarnos la esperanza infinita de contar con Jesús, por el gozo experimentado al servir a los más pobres, por acercarnos a Dios... y especialmente en estos momentos tan difíciles...