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Sobre la imprescindible unidad

  • 12 julio 2022 /

Trabajando sobre algunos postulados aristotélicos, santo Tomás de Aquino, el más importante filósofo de la Edad Media y un poco más acá, señaló la importancia que tienen cuatro ideas a las que él llamó “trascendentales”. Y las llamó así porque son conceptos que van más allá de la persona individual, la trascienden, y contribuyen con la convivencia armónica, con el trato civilizado entre los miembros de la colectividad. Esos llamados “trascendentales aristotélicos” son: la verdad, la bondad, la belleza y la unidad. Claro está que la veracidad facilita las relaciones humanas. La mentira, la doblez, la hipocresía, construyen muros entre las personas e imposibilitan la comunicación franca, tan importante para acometer proyectos en común. La maldad, en oposición a la bondad, es un vicio tan infame y evidente, que no hace falta señalar su nula contribución con el bienestar de la sociedad. El desorden; y no hay que olvidar que la primera manifestación de la belleza es el orden, también obstaculiza la coexistencia, porque trastoca, externa e internamente, el normal desarrollo de las actividades individuales y colectivas. Y sobre la unidad es que quiero profundizar un poco en esta ocasión. En el ámbito de la ética, cuando hablamos de unidad hablamos de integridad, de iniciativas comunes, de espíritu de cuerpo, de exclusión de la división. El cuerpo social; y la imagen del cuerpo es fundamental para entender el concepto de unidad, tiene unas conexiones naturales e imprescindibles. Un conglomerado social, los habitantes de una aldea, una ciudad o un país, están conectados, unidos, por una serie de preocupaciones e intereses. La complejidad de las necesidades del entramado social obliga a que la preservación de esa unidad tenga preeminencia sobre otros proyectos individuales o grupales. Esto en cualquier grupo humano, pequeño o grande, y en cualquier país, en Honduras también. La falta de unidad, la separación, la toma de distancia entre los miembros del cuerpo, producen descomposición y llevan, inevitablemente, a la conclusión del ciclo vital, a la muerte. Un cuerpo mutilado es un cuerpo sin vida; una colectividad desintegrada, distanciada, no puede sacar adelante proyectos comunes ni poner fin a sus problemas más ingentes. Como señalan los textos sagrados judeocristianos: un reino dividido contra sí se auto destruye, y una ciudad divida en bandos no se sostiene. Digo lo anterior, porque, tristemente, en este sufrido país, no veo interés por vivir ese cuarto trascendental aristotélico. No percibo deseos ni conductas que nos lleven a un entendimiento, a una convivencia fraterna. Y, estando así las cosas, el panorama es poco alentador. Parece que se nos ha olvidado que a nadie le conviene “un país para todos dividido”, parafraseando al poeta Sosa.