No me cansaré de repetirlo, Honduras es un país cuyos gobernantes han reconocido siempre, por lo menos de los que tengo memoria, (que es decir desde el retorno a la alternabilidad democrática), que la familia es la mejor escuela para educar en la convivencia armónica, que muchos de los problemas sociales que enfrentamos se deben a la no integración o a la desintegración familiar, que sin familias estables y sólidas se dificultan los procesos de maduración personal de los ciudadanos y que problemas como la corrupción o la criminalidad no son más que consecuencias de una deficiente transmisión de valores en el seno de los hogares.
Sin embargo, a lo largo de estos casi 40 años, se han fundado entidades y se han emitido leyes que en lugar de definir políticas familiares sólo han logrado, y esto de manera muy modesta, definir políticas sociales. La diferencia entre unas y otras consiste en que mientras las políticas sociales buscar ayudar a resolver la problemática específica de personas individuales y de grupos de ellas, las familiares pretenden proteger el núcleo familiar así como a su natural origen: el matrimonio.
Es decir, el Estado hondureño se ha dedicado a brindar protección y ayuda a los niños en riesgo social, a las adolescentes embarazadas, a las víctimas de la violencia intrafamiliar o los ciudadanos de la tercera edad, mientras, por otro lado, se equipara el matrimonio a las uniones de hecho y las leyes divorcistas se vuelven cada vez más permisivas. Entidades gubernamentales se ocupan, ya sea como encargo exclusivo o como una actividad más de su accionar, de las mujeres, de los ancianos, de los niños, sin que haya una articulación integradora de la vida familiar. Me explico, la vida de los niños, de los ancianos, de los adolescentes, etc. se desenvuelve dentro de una familia. Todos somos padres o hijos o nietos o abuelos o hermanos o suegros; nadie ha surgido aquí por “generación espontánea”. Y es en ese ejercicio de la paternidad o de la filiación, en sus diversos niveles y dimensiones, que se construye nuestra personalidad y en donde llegamos a ser gente equilibrada o disfuncional.
En Honduras hace falta una entidad, que por encima del IHNFA u otras que algo tiene que ver con los miembros de la familia, coordine, supervise y vigile que la legislación proteja a la familia, le dé prioridad en los proyectos de desarrollo, reconozca y haga ver su protagonismo en la vida social. De no ser así, pasarán otros cuatro años poniendo parches al entramado social. Y esta es una conducta suicida, que no nos queda duda.
