27/04/2024
06:29 AM

Nada se pierde

Roger Martínez

En más de una ocasión he escuchado a un padre o a una madre de familia quejarse de la conducta de sus hijos adolescentes o adultos. Desconcertados ante comportamientos o actitudes diversas u opuestas a las que se ha procurado cultivar y fomentar en el hogar, llegan incluso a culparse o a preguntarse qué hicieron mal o qué dejaron de hacer bien en su proceso de crianza y educación.

Pienso, en primer lugar, que todos los padres psíquicamente sanos, que somos la mayoría, buscamos siempre el bien de los hijos; que no solo procuramos una buena alimentación, atención médica oportuna o la mejor educación escolar que esté a nuestros alcance, sino, y sobre todo, hacemos todo lo posible para que crezcan rodeados de cariño, en un clima propicio para el cultivo de unas virtudes humanas básicas y para la transmisión de unos valores que les provean de los cimientos sobre los que puedan construir una vida que les permita aspirar a la felicidad.

Sin embargo, sucede, y podemos olvidarlo con frecuencia, que, como reza una antigua máxima, más que nuestros, los hijos los son de los tiempos en los que se desarrollan. Además de la ordinariamente influencia benefactora de la familia, hay un contexto, unas condiciones extrafamiliares, que pesan y que inciden poderosamente sobre ellos. Luego, está ese “misterio” humano llamado libertad. Cada hija, cada hijo, en la medida en que va creciendo y desplegando sus alas tiene la capacidad de deliberar y de tomar sus propias decisiones, y estas últimas no siempre son las mejores. Llega el momento, y es bueno que llegue, en el que nos convertimos en espectadores de una historia en la que dejamos de tener protagonismo y en la que pasamos a ser personajes secundarios; un drama en el que quisiéramos tener unos parlamentos más largos, pero en el que se nos asignan unos más bien marginales.

Lo cierto es que los padres no podemos esperar una dependencia permanente de la prole hacia nosotros. Y más bien debe alegrarnos que gane autonomía y siga sus propios derroteros. Uno ha hecho lo que ha podido y un poco más, pero los hijos no son propiedad nuestra.

Al final, lo fundamental ha sido el buen ejemplo que podamos haberles dado, la disponibilidad en todo momento y lugar, el cariño incondicional y el calor de hogar al que tienen acceso cada vez que así lo quieran. Y, sin duda, la convicción de que, aunque a veces no parezca, lo que hemos sembrado en ellos, dará fruto, tarde o temprano. Porque de lo que se ha cultivado en el corazón nada se pierde.