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Lo peor de las mentiras

  • 16 agosto 2022 /

Las personas suelen mentir básicamente por dos razones: por miedo a las consecuencias de la verdad o porque quieren quedar bien con alguien. En el primer caso, la mentira es hasta cierto punto excusable, porque no se puede exigir a todo el mundo que sea heroicamente sincero; pero, en el segundo, hay un fondo de maldad, de cálculo, de cinismo, que la vuelve inadmisible.

La mentira vuelve inviable la convivencia social pacífica. Cuando lo que se afirma no coincide con la realidad lo que puede haber detrás son intereses turbios, deseos de engañar a los demás o la perversa voluntad de mantener al resto en una especie de fantasía ingenua que facilita la ejecución de los planes, a veces siniestros, del que miente.

Además, como sucede con todos los vicios, a mentir se aprende. Ya sabemos que, al igual que las virtudes, los vicios se aprenden por repetición. Primero se falta a la verdad en cosas francamente triviales, luego se pasa a asuntos delicados y, al final, se acostumbra la persona a mentir casi con espíritu deportivo, por gusto. Y si la mentira contrae un beneficio personal al que miente, ya verán ustedes cómo el individuo se convierte en un mentiroso de oficio, un “profesional” de la mentira.

Decía Agustín de Hipona, san Agustín, el más importante filósofo de los primeros años del cristianismo, que todos alguna vez habíamos mentido; pero que a nadie le gustaba que quisieran engañarlo, y que la maldad de la mentira radica, precisamente, en ese deseo de hacer creer al otro algo que no coincide con la realidad.

Ahora bien, si una persona miente, por cualquiera de las causas al principio señaladas, y luego evita continuar mintiendo, e incluso procura rectificar, porque reconoce lo equivocado de su proceder, su conducta resulta plausible; pero si se miente por deporte, porque se quiere perpetuar el engaño, entramos ya en el terreno de la perversidad pura, de la maldad refinada.

Desafortunadamente, hay más mitómanos de los que quisiéramos por ahí, gente que sabe que está faltando a la verdad, pero que no le importa. De esa gente hay que cuidarse, huir de ella como de la peste. Porque si hay virtud que debe presidir las relaciones humanas es la confianza, pero de un farsante, evidentemente, no se puede uno fiar.

Abandonemos, pues, la candidez rayana en tontería, en estupidez y, antes de tragarnos inocentemente cualquier cuento, usemos la inteligencia y procuremos descubrir la verdad, la intención real del que quiera vernos la cara, del que piense que somos poco listos.