El valor permanente que posee la institución familiar ha sido uno de los temas que durante más de 30 años he tocado en este espacio semanal de LA PRENSA. Y, ya que estamos en agosto, el mes dedicado a ella, pienso que es necesario insistir en algunas ideas que nos ayudan a reconocer la importancia que la familia tiene para el desarrollo personal y para la sociedad en general.
No puedo desconocer que hay núcleos familiares en los que se dan situaciones que parecen negar las bondades de esta comunidad primigenia, pero estoy más que convencido de que no dejan de ser excepciones. Y es que, así como hay órganos del cuerpo que a veces no funcionan como deberían porque están enfermos, hay coyunturas personales que enturbian la dinámica familiar y que deben ser atendidas para buscar la sanidad individual y, luego, familiar.
Lo cierto es que, con contadas excepciones, todos nacemos y crecemos en una familia. Hemos sido hijos, hermanos, primos; luego somos padres y abuelos. La casa materna y paterna es un referente vital. Ahí no solo se adquieren los valores que van a regir nuestra conducta adulta, sino que permanece en la memoria y provoca una nostalgia que nos acompaña a lo largo de los años.
También es cierto que en la familia es en el único lugar en el que somos valorados por el hecho de haber nacido, por el hecho de ser hijos. Sin faltar a la verdad, y no me canso de repetirlo: en el ámbito laboral nos valoran por la utilidad que prestamos, y nos acompaña siempre una fecha de caducidad; y en el ámbito social se nos valora por simpáticos, por serviciales, o por cualquier otra virtud notable, pero no somos indispensables y podemos ser excluidos de los círculos en los que nos movemos en cualquier momento. Solo en la familia se nos valora incondicionalmente: no importa si estamos sanos o enfermos, si somos guapos o poco agraciados, si somos listos o más bien duros de cabeza.
Es más, los menos aventajados solemos serlos los más consentidos, los más queridos, a los que más tiempo se nos dedica.
Evidentemente, como en todo grupo humano, la familia no está exenta de crisis y conflictos. La relación conyugal es compleja, posee innumerables aristas; la crianza de los hijos posee infinitos “bemoles”, y la convivencia hogareña no siempre es pacífica. Pero, a pesar de todos los pesares, no hay mejor lugar para nacer, crecer y morir que la familia. Por eso debemos valorarla, fomentarla y cuidarla.