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Inquietudes individuales

  • 03 noviembre 2019 /

Hemos hecho que el verbo demostrar sea uno de los más recurrentes, ante una colectividad que gracias al uso de los grandes buscadores de información digital se cree experta en casi todos los temas.

Elisa Pineda

El ajetreo diario, la vida en la era digital, las preocupaciones colectivas como el deterioro de la situación económica, social, política y ambiental alrededor del planeta; el mundo de plástico que nos rodea, no solamente como una alegoría de la superficialidad como forma de ser, sino textualmente, pues ahora el plástico está incluso presente hasta en la comida, imponen una carga fuerte para las personas.

Parecería que estamos cansados, agobiados ante la creencia adoptada quizá sin querer, del desfase en cuestión de horas, de estar al día en absolutamente todo, de competir con los demás ya sea en una batalla declarada abiertamente o tal vez muy propia, subterránea, inconsciente.

Hemos hecho que el verbo demostrar sea uno de los más recurrentes, ante una colectividad que gracias al uso de los grandes buscadores de información digital se cree experta en casi todos los temas.

Es lógico pensar entonces que están surgiendo y continuarán haciéndolo algunas inquietudes –otros dirán necesidades- que ya se preveían desde hace años. Veamos.

La primera: la búsqueda del silencio individual, para explorarse a sí mismos. Ante una realidad de ruido, de modas no solamente en el vestir, sino de pensamiento, de ideologías antagónicas ampliamente divulgadas, encontrar el silencio necesario para apreciar y valorar el entorno se hace cada vez más difícil.

Para concentrarse, para pensar con claridad, para ponerse en contacto con el mundo del que somos parte, para escuchar activamente a los demás, se requiere silencio.

Una buena amiga compartió hace pocos días un artículo en redes sociales que llamó mi atención, señalaba el pensamiento del filósofo danés Soren Kirkegaard, del siglo XIX, que puede aplicarse adecuadamente en nuestros días. Él expresaba que el silencio es condición necesaria para encontrarse con uno mismo y hacer conexión con lo infinito.

Hoy, siglos después, esa inquietud continúa y crece ante la mayor posibilidad de escuchar muchas voces, antes que a la propia.

Otra preocupación es no envenenarse de odio. Cómo salir ilesos ante el odio destilado por todas partes, muchas veces ocultado tras perfiles falsos en redes sociales digitales, ante la apología de lo grotesco, lo odioso y vulgar. ¿Cómo apartarse de ese río que corre de noticias engañosas, de desprestigio, de invasión de la vida privada, de exposición constante de todo tipo de miserias humanas, no necesariamente materiales?

Parecería que el mundo está más dispuesto a tolerar el odio que a apreciar el amor. Hace pocos días, un amigo, con gran claridad señalaba que “tenemos miedo a exponernos”, a dar demostraciones de afecto por miedo a vernos mal, desfasados, cursis.

Esa es una preocupación adicional: miedo a no ser como los demás, a mostrarnos diferentes, a quedar expuestos al demostrar afecto. ¡Cuánto nos perdemos por vivir en el mundo de apariencias!

Sumada a ella está la preocupación de ofender a otros. Sí, es cierto, esto parece contrastar con el mar de odio. Quizá esté ligado a sentirnos expuestos o cuestionados, el caso es que nos da miedo demostrar ideas o creencias, por ser juzgados. El mundo alaba un buen chiste o meme, pero no ve con buenos ojos a quien manifiesta su fe en Dios, por ejemplo.

Ser “cool”, ir adelante, con ideas frescas, pensadas de forma distinta, parece ser la regla actualmente. Todo aquello que no encaja en este nuevo paradigma, está desfasado… y nadie quiere parecer fuera de moda.

Las inquietudes individuales no se resuelven por arte de magia, pero hacernos conscientes de ellas ayuda a reducir el efecto que tienen. Aprendamos a lidiar con ellas y no a dejarnos llevar por la corriente.