Recientemente mientras esperaba que se abriera la puerta de un elevador, un hombre maduro que estaba a mi lado me saludó cordialmente y me contó con agradecimiento cuando hacía 22 años había atendido a su esposa en el hospital estatal, cuando ella cursaba con un embarazo complicado y que resultó en un nacimiento exitoso. Yo no recordaba el hecho (demasiados años, demasiadas pacientes, demasiados recuerdos imposibles de guardar), pero le agradecí sus palabras. Un encuentro casual de dos historias, entrecruzadas hacía 22 años, y reunidas por unos instantes aquel día. Cuando me alejé de él quedé pensativo.
El antropólogo británico Robin Dunbar, catedrático de la Universidad de Oxford, lleva décadas estudiando la dinámica de las relaciones interpersonales. Ha llegado a establecer que el cerebro humano solo puede gestionar entre 100 y 250 relaciones, distribuidas así: en el primer nivel están las personas con una relación más íntima, es decir, los amigos más cercanos. Y Dunbar ha dado con la cifra exacta: 4.1 son los amigos íntimos que una persona puede tener. El siguiente nivel es el de los buenos amigos, pueden ser hasta 11 personas. En el tercer nivel puede haber hasta 29.8 personas. El cuarto nivel relaciones menos cercanas, 130 personas.
En mayor o menor medida influenciarás o te influenciarán esas relaciones. Obviamente según tu actividad así será la cuantía de tus historias compartidas.
Existen incontables cantidades de libros, seminarios, videos sobre la importancia de encontrar el propósito de nuestras vidas para tener un camino iluminado hacia la realización personal.
Pero no es fácil para el ser humano enfocarse conscientemente en esta búsqueda. No tienen tiempo para ello. Viven tratando de resolver sus necesidades básicas de supervivencia y de entretenimiento. Para eso, los medios no importan, sino el fin. Y tal vez nunca lleguen a preguntarse por su propósito, por su historia, si sirvieron desinteresadamente o si pisotearon sueños. En estos tiempos tan convulsos estas reflexiones parecieran una ridiculez. Pero no es mala idea hacer ese autoexamen. Conocer si hemos sido algo más que carne y apariencias. Fue un buen encuentro aquel, inesperado y reconfortante, pero me llevó a cuestionarme quién había sido a lo largo de mi vida.
Me recordó que siempre somos parte de la historia de otros. Y cuán agradable sería que la nuestra fuera digna de ser contada, que fuera de orgullo en nuestra descendencia y tal vez, tal vez, inclusive de inspiración. Que no hubiera sido en vano.